«AMOR DE NUESTRO SEÑOR»

«AMOR DE NUESTRO SEÑOR»

Escrito por Dom Vital Lehodey de su obra «El Santo Abandono»

En este camino del amor y del abandono, Nuestro Señor Jesucristo posee singular atractivo para cautivar las voluntades y arrebatar los corazones. Siendo Dios, como el Padre y como el Espíritu Santo, se ha hecho hombre como nosotros; es Dios, que ha llegado a ser nuestro hermano, nuestro amigo, el Esposo de nuestras almas; Dios maravillosamente puesto a nuestro alcance, Dios revestido de incomparable encanto para nosotros. La Santa Humanidad es la puerta que nos convenía para penetrar en los secretos de la Divinidad; y ofrece a nuestro pensamiento un precioso apoyo, a nuestro corazón un delicioso atractivo, a nuestra voluntad un modelo proporcionado. Jesús es el Salvador, a quien todo se lo debemos; Cabeza que nos comunica la vida. Camino que debemos seguir, y Guía que va delante de nosotros, Viático que sostiene nuestras fuerzas, término que debemos esperar, único galardón a que aspiramos. Es para nosotros alfa y omega, principio y fin.

A excepción de los atractivos de la gracia que siempre hay que respetar, nunca se encomendará bastante a las almas piadosas que nada antepongan a Nuestro Señor en sus devociones. La práctica más recomendada por los Maestros de piedad es la de seguirle principalmente al Calvario y al altar. Muchos, sin embargo, prefieren honrar su Sagrado Corazón o su santísima Infancia. Lo esencial es que se tenga muy a menudo a Jesús a la vista para contemplarle, en el corazón para amarle, en la voluntad para conocerle e imitarle. Después, que cada cual siga su atractivo y busque al buen Maestro allí donde con más facilidad le encuentre. En cualquiera de sus misterios hay todo lo que se precisa para satisfacer las aspiraciones y las necesidades más variadas; es siempre la víctima voluntaria que se dirige al sacrificio, el Esposo que nos invita al sufrimiento, su vida entera no ha sido sino cruz y martirio.

Jesús Niño, por no hablar sino de El, tiene la mano tan fuerte como dulce, y es lo suficiente sabio para no perjudicar a sus amigos. Un día, «durante la Santa Misa, se presenta a una religiosa con una multitud de cruces en sus manos. Las había de todos los tamaños, pero sobre todo pequeñas, y eran tan numerosas que apenas las podía sostener, y la dijo graciosamente: ¿Me quieres con todo mi cortejo? (Su cortejo eran las cruces.) ¡Oh!, sí, amable y gracioso Niño -díjole ella-, os quiero con todo vuestro cortejo. Venid, que os quiero acoger».
Santa Teresita del Niño Jesús se había ofrecido a su dulce Amigo, «para ser no su pequeño juguete de valor que los niños se contentan con mirar, sin atreverse a tocarlo, sino como una pelotita de escaso precio, que pudiera arrojar al suelo, empujar con el pie, rasgar, arrinconar, o bien estrecharla contra su corazón, si tal fuese su gusto». En una palabra, quería divertir al Niño Jesús y entregarse a sus caprichos infantiles. El escuchó su petición y no tardó en romper el pequeño juguete, «queriendo sin duda ver lo que contenía dentro». Imposible describir en términos más graciosos una ruda crucifixión, una verdadera muerte a sí misma, bastando la dulce mano del Niño Jesús para esta forzada labor.

La Pasión es el atractivo más general; éste fue el de Nuestro Padre San Bernardo. «Desde el principio de mi conversión -dice-, a fin de suplir los méritos que a mí me faltaban, puse sobre mi corazón un hacecito de mirra, formado de todas las ansiedades y amarguras de mi Salvador. En él coloqué las privaciones de su infancia, los trabajos de su predicación, las fatigas de sus viajes, sus vigilias en la oración, sus tentaciones y sus ayunos, sus lágrimas de compasión, los lazos tendidos a sus palabras, las traiciones de los falsos hermanos, los clamores, las bofetadas, los sarcasmos, las injurias, los clavos, todos los tormentos que cuenta el Evangelio y que El padeció en tan crecido número por nuestra salvación… Nadie podrá arrebatarme este hacecito, que siempre conservaré sobre mi corazón. Estoy persuadido de que la sabiduría consiste en meditar estas cosas; y en esto he cifrado la perfección de la justicia, la plenitud de la ciencia, las riquezas de la salvación, la abundancia de los méritos. De ahí me viene la suave unción de la consolación. Esto es lo que me levanta en la adversidad, lo que me sostiene en la prosperidad, lo que en las alegrías y tristezas de la vida me conduce con seguridad por el camino real, y lo que aparta los males que de una y otra parte me amenazan… Por esto, tengo con frecuencia estas cosas en mi boca, y vosotros lo sabéis; Dios sabe que las tengo siempre en mi corazón, es evidente que de ellas están llenos mis escritos. No hay para mí más sublime filosofía aquí abajo que la de conocer a Jesús y a Jesús Crucificado.»

Un día Nuestro Señor muestra a Gemma Galgani sus cinco llagas abiertas, y le dice: «Mira, hija mía, y aprende a amar. ¿Ves esta cruz, estas espinas y estos clavos, estas carnes lívidas y estas heridas y llagas? Todo es obra del amor y de un amor infinito. Hasta este punto te he amado. ¿Quieres tú amarme de verdad? Aprende ante todo a sufrir; es el sufrimiento quien enseña a amar.» Esta vista del Redentor cubierto de llagas y bañado en sangre, encendió en el corazón de la sierva de Dios el sentimiento del amor hasta el sacrificio, y el vivo deseo de sufrir algo por Aquel que tanto sufrió por ella. Se despojó de todas sus joyas: «Las únicas joyas que embellecen a la esposa de un Rey crucificado son las espinas y la cruz.» Desea sufrir para parecerse a su Amado: «Quiero sufrir con Jesús, exclama, quiero ser semejante a Jesús, sufrir mientras viviere.» Su ángel de la guarda le presenta a su elección una corona de espinas o una de azucenas:

«Quiero la de Jesús, sólo ella me agrada», responde; en seguida, con amorosa impaciencia toma la corona de espinas, la cubre de besos y la estrecha contra su corazón. «No quiero las consolaciones de Jesús; Jesús es el hombre de dolores, quiero ser también la hija de los dolores.» Durante una prolongada tribulación dijo a Nuestro Señor: « ¡Con Vos, sienta bien el sufrir! » Otra alma generosa, Sor Isabel de la Trinidad, declárase «enteramente feliz con poder seguir el camino del Calvario, como una esposa cabe del divino Crucificado.» Una religiosa cree oír a Nuestro Señor que la dice: «¿Quieres amarme en el sufrimiento, en la inmolación, en el desprecio?» Lo acepta con ánimo esforzado, mas cuando el dolor se presenta bajo una u otra forma, el primer movimiento es un movimiento de repulsa, y el divino Maestro añade: «Déjate desollar, inmolar. ., ya que eres esposa de un Dios crucificado, es preciso que tú sufras… Bebamos, hija, en el mismo cáliz la tristeza, la angustia y el dolor.» Después de los más elevados favores, se cree ella aún menos exenta del dolor: «Ahora sí que debemos beber Cristo y yo en el mismo cáliz, recorrer el mismo camino, morir sobre la misma cruz.» Mas el buen Maestro la muestra «que se ama en la medida en que se es generoso», la enseña «a sonreír siempre al dolor»; ella acepta «a no ser consolada, para consolar al divino y gran Afligido». «Quiero amaros, gran Abandonado, pero en el sufrimiento, en el olvido de mí misma y de las criaturas. ¿Cómo pensar aún en mí?» Así, no desea ya gozar cerca del Amado, sino sufrir a fin de que El halle sus delicias con las almas religiosas y sacerdotales, morir para que El viva en todos los corazones.
Jesús es ciertamente el Salvador del mundo. El suscita corazones generosos, a quienes asocia a su obra de Redención y, por consiguiente, a su sacrificio, encendiendo en ellos un celo ardiente por las almas que se pierden y por el Amado que tan malamente es servido y tan ofendido. Quéjase a Gemma Galgani de la malicia, ingratitud e indiferencia general. Se le olvida como si jamás hubiera amado, ni nunca hubiera sufrido, como si fuese desconocido a todos. Los pecadores se obstinan en el mal, los tibios no se hacen violencia, los afligidos caen en el abatimiento. Se le deja casi solo en las iglesias y su corazón está de continuo rebosante de tristezas. Necesita una expiación inmensa, principalmente por los pecados y sacrilegios con que se ve ultrajado por las almas escogidas entre mil. Gemma acepta con corazón magnánimo su misión de amor y de expiación: «Yo soy la víctima -dice- y Jesús es el sacrificador. Sufrir, sufrir pero sin ningún consuelo, sin el menor alivio, sufrir sólo por amor. Me basta ser víctima de Jesús, para expiar mis innumerables pecados y, si es posible, los del mundo entero.» Así habla esta inocente joven. A todas las grandes almas que la augusta Víctima asocia de un ¡nodo especial a su obra de Redención las marca con el sello de la cruz. Según la feliz expresión de Sor Isabel de la Trinidad, «El se hace en ellas como una humanidad añadida, en la que todavía pueda sufrir por la gloria de su Padre y las necesidades de su Iglesia y perpetuar aquí abajo su vida de reparación, de sacrificio, de alabanza y de adoración.» No menos hermosas son las palabras de un alma ardiendo en deseos de ver a Dios: «En el tiempo de la persecución -dice-, a la hora en que las esposas de Jesús son convocadas al Calvario, no es mi ensueño morir, quiero ir al Gólgota con Jesús, quiero sufrir con El y por El, y cuando hubiere llegado la hora de su triunfo, ¡ah!, entonces sí que seré dichosa uniéndome a El. Por Ti, Jesús mío, quiero morir, morir sin consuelo alguno, mas antes quiero por Ti vivir oculta, ignorada y despreciada. Para consolarte, Jesús mío, y para ganarte almas, quiero olvidarme, renunciarme, inmolarme. No amo el sufrimiento, Tú bien lo sabes; cuando se presenta se rebela con frecuencia la naturaleza, pero en el fondo huélgome de poder padecer algo por Ti. ¡Oh, Jesús!, mi corazón es demasiado pequeño para amarte, dame los corazones de todos los hombres que no te aman que yo los consagraré al puro amor.»

La angelical Santa Teresa del Niño Jesús hubiera querido ser sacerdote para llevar a Jesús en sus manos, para darlo a las almas; hubiera querido iluminar el mundo; como los doctores anunciar el Evangelio a toda la tierra y en todos los tiempos; hubiera querido sobre todo el martirio, pero el martirio con todo género de suplicios. «Como Vos, Esposo adorado, querría ser azotada, crucificada; querría morir desollada como San Bartolomé; como San Juan querría ser sumergida en aceite hirviendo; deseo, como San Ignacio de Antioquía, ser triturada por los dientes de las fieras, a fin de llegar a ser pan digno de Dios; con Santa Inés y Santa Cecilia, querría ofrecer mi cuello a la espada del verdugo, y como Juana de Arco, sobre una hoguera ardiente pronunciar el dulce nombre de Jesús.» Mas ya que Dios ha dispuesto de ella de otro modo, su vocación será el amor, y lo probará arrojando flores, es decir, que no dejará pasar ningún sacrificio por pequeño que sea, ninguna mirada, ninguna palabra, y aprovechará las menores acciones, para hacerlas por amor, sufrirá y se alegrará, aun por amor.

¡Quiera Dios que tan elevados sentimientos nos guíen siempre en la práctica del Santo Abandono! Las grandes almas que nos complacemos en citar, se habían ofrecido como víctimas y pedían a veces el sufrimiento; manifestado queda ya nuestro pensamiento sobre esta manera de proceder.

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