Mujer ¿Por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia

Mujer ¿Por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia
Autor: Horacio Bojorge

Capítulo 1: Formas eclesiales de acedia

1. «No atreverse a creer en las obras de Dios»

Poco antes de ser promovido al cardenalato, el arzobispo de Viena Monseñor Christoph Schönborn, uno de los supervisores del Catecismo de la Iglesia Católica, predicó los Ejercicios en el Vaticano al Papa y colaboradores en el gobierno de la Iglesia. En esos Ejercicios se refirió a la acedia en la Iglesia actual en estos términos que merecen ser atentamente meditados y sopesados:

«Me parece que la crisis más profunda que hay en la Iglesia consiste en que no nos atrevemos ya a creer en las cosas buenas que Dios obra por medio de quienes le aman (Cf. Rom 8,28). A esa poca fe intelectual y espiritual, la tradición de los maestros de la vida espiritual la llaman acedia, hastío espiritual, un ´edema del alma´ -como lo llama Evagrio – que sumerge al mundo y a la propia vida en un lúgubre aburrimiento y que priva de todo sabor y esplendor a las cosas. Esa tristeza, que hoy día corre tanto por la Iglesia, procede principalmente de que no accedemos con generosidad de corazón a lo que Dios nos pide y no queremos que se nos utilice como colaboradores de Dios (1 Cor 3,9). No existe mayor autorrealización de la creatura que ese hecho de estar siendo utilizada enteramente.»

1.1 Acedia por los movimientos

¿En qué fenómenos concretos piensa Mons. Schönborn cuando habla de esa ´tristeza que hoy día corre tanto por la Iglesia´ y en la que él ve ´la crisis más profunda´? No parece casual que poco después de estos ejercicios, en un artículo suyo en el Osservatore Romano describa una de las formas al parecer más evidentes de acedia eclesial contemporánea: la acedia ante los Movimientos eclesiales.

Al mismo tiempo que se oye a algunos lamentarse y mostrarse alarmados por el auge de la New Age, las sectas y otras supersticiones, se los ve ciegos, incapaces de alegrarse o hasta entristecidos, por lo que el Papa acaba de encomiar, ante 300.000 fieles de 56 movimientos reunidos en Roma, en Pentecostés de 1998, como ´un nuevo Pentecostés´, y ´la primavera de la Iglesia anunciada por el Concilio’: «Representan – afirmó el Papa – uno de los frutos más significativos de la primavera de la Iglesia que anunció el Concilio Vaticano II, pero que, desgraciadamente, a menudo se ve entorpecida por el creciente proceso de secularización. Su presencia es alentadora porque muestra que esta primavera avanza, manifestando la lozanía de la experiencia cristiana fundada en el encuentro personal con Cristo.»

Saliendo al cruce de las acusaciones contra los Movimientos, dice el Papa: «En varias ocasiones he subrayado que no existe contraste o contraposición en la Iglesia entre la dimensión institucional y la dimensión carismática, de la que los movimientos son una expresión significativa. Ambas son igualmente esenciales para la constitución divina de la Iglesia fundada por Jesús, porque contribuyen a hacer presente el misterio de Cristo y su obra salvífica en el mundo. Unidas, también, tienden a renovar, según sus modos propios, la autoconciencia de la Iglesia que, en cierto sentido, puede definirse como ´movimiento´, pues es la realización ene el tiempo y en el espacio de la misión del Hijo por obra del Padre con la fuerza del Espíritu Santo.»

En agosto de 1997 Mons. Schönborn se había adelantado a salir en defensa, desde el referido artículo del Osservatore Romano, de los grupos eclesiales aprobados por la autoridad eclesiástica y que, a pesar de ello, son acusados de ser sectas por otros católicos, -incluso por parte de sacerdotes, teólogos y hasta de algún obispo -, y desde algunos medios de comunicación social. Esa parece ser una forma intraeclesial muy actual de la acedia como ´ceguera para el bien que Dios obra en su Iglesia´: «Hoy, en varios países del mundo, – observa Mons. Schönborn – está apareciendo un nuevo deseo de vivir más resueltamente el mensaje de Cristo, a pesar de todas las debilidades humanas; de servir a la Iglesia en comunión con el Santo Padre y los Obispos. Muchos ven en los nuevos carismas un signo de esperanza. Otros los consideran realidades extrañas, y otros como un desafío o incluso como una acusación contra la que se defienden, a veces hasta con reproches. Algunos promueven un humanismo que se aparta cada vez más de sus raíces cristianas.» «No se puede tachar de sectas a los grupos y movimientos reconocidos por la Iglesia, pues la aprobación eclesiástica atestigua su arraigo en la Iglesia. A veces son muchas las críticas que se lanzan contra los nuevos carismas, a pesar de su reconocimiento por parte de la Iglesia. A este respecto es preciso tener presente que se debe distinguir entre la doctrina y la actividad de estas comunidades reconocidas por la Iglesia como carismas y las debilidades de algunas personas […] Algunas críticas que se han hecho son: lavado de cerebro, aislamiento y separación del mundo, alejamiento de la familia, dependencia de personalidades carismáticas, creación de estructuras intraeclesiales propias, violación de los derechos humanos, problemas de los ex miembros.» A todas estas críticas responde Mons. Schönborn en la segunda parte de su artículo y concluye que no sólo los movimientos sino también los que los critican deben evitar las actitudes sectarias e intolerantes, según alertaba ya un informe del Vaticano en 1986.

Se arroja, contra algunos nuevos Movimientos, o simplemente contra comunidades religiosas, parroquiales o diocesanas, la acusación de fundamentalismo, por su adhesión a la fe, a las tradiciones litúrgicas, a la piedad, a los signos exteriores y el cultivo de ciertas formas, por el abordaje de la Escritura más espiritual que histórico-crítico, y por entender que se ha de creer en los milagros de Jesucristo como hechos realmente milagrosos y en sus expulsiones de demonios como reales exorcismos, etc. Basta que se adore el Sacramento, que se use incienso y se cante en latín o un sacerdote quiera usar sotana o amito para que se encienda una luz de alarma y para que se arrojen, con llamativa susceptibilidad e intolerancia, calificativos de pietismo, conservadurismo, tradicionalismo, fundamentalismo, y hasta de lefebrismo. La susceptibilidad es tanto más llamativa cuanto disimétrica respecto de la tolerancia y el laxismo que se estila en asuntos morales y disciplinares de otro tipo. Es un rigorismo de una sola mano.

Mons. Schönborn cita al Cardenal J. Ratzinger, quien ha alertado, en estos términos, acerca de los efectos de ciertos cuestionamientos indiscriminados: «Los teólogos, en vez de referirse con superficialidad a los fundamentalismos cada día más extendidos, deberían detenerse a reflexionar sobre qué parte de culpa pueden tener ellos mismos de que tantas personas huyan hacia otras formas de religiosidad más estricta y a veces, incluso, perjudiciales para el hombre. Si continuamos cuestionándolo todo, sin dar las respuestas positivas a la fe, no podremos evitar una gran huida.»

El Card. Ratzinger concede que, a veces, el deseo, denostado por los teólogos y los ´espíritus fuertes´, de ´encontrar una fe segura y sencilla´, pueda acabar en un puro fanatismo y estrechez de miras o en formas patológicas de religiosidad como la búsqueda de apariciones y de mensajes del más allá. Pero ese «deseo de encontrar una fe segura y sencilla, en sí mismo no es malo; todo lo contrario, porque la fe – como tantas veces se nos repite en el Nuevo Testamento – se dirige a los sencillos, a los pequeños, a los que no son capaces de captar complicadas sutilezas académicas» y debe ser, por eso, no sólo respetado sino apreciado.

1.2 Apariciones y movimientos

En nuestros tiempos la acedia eclesial se pone de manifiesto también en forma de profecías sombrías acerca del futuro de la fe o de la Iglesia y en una resistencia a creer que puedan venir tiempos mejores, o, que ese tiempo mejor sea la Parusía o manifestación gloriosa del Señor. Pero ni siquiera se cree que sea primavera la que anunciaba el Concilio y que señala el Papa como realizándose, en parte, en pujantes Movimientos. Esos pronósticos sombríos derivan en parte de una ceguera para ver o para reconocer los retoños de la gracia, los cuales son considerados como desviaciones o fenómenos que hay que combatir y sofocar.

René Laurentin, el exegeta de los Evangelios de la Infancia en Lucas, que se hizo conocido por sus crónicas durante el Concilio y luego como mariólogo y por sus estudios sobre Lourdes y sobre las demás apariciones marianas, hace, sin nombrar la acedia, una acertada descripción de algunas de sus actuales formas, en su libro La Iglesia del futuro más allá de sus crisis.

Laurentin recuerda – por ejemplo – que a los comienzos de la década de 1980, el Cardenal Renard, poco antes de su muerte, se atrevió a contradecir el generalizado pesimismo de la Conferencia Episcopal francesa reunida en Lourdes. El cardenal se aventuró a opinar, en medio de la discusión acerca de la crisis de vocaciones sacerdotales y religiosas de ese momento: «la recesión no es fatal, somos nosotros los que no sabemos asumir las vocaciones. Existen y son numerosas, especialmente en las comunidades vivas. ´¿Dónde?´ le preguntó en tono irónico el que dirigía el debate. El cardenal retirado parecía estar pontificando sin conocimiento de las realidades modernas. Los expertos, en cambio, estaban en conocimiento de numerosos factores determinantes de la desertización en la situación que administraban con calma. El cardenal no se desconcertó en lo más mínimo y fue enumerando una larga lista de movimientos y comunidades, al parecer poco conocidas por sus interlocutores, que no insistieron.» Desde entonces, esas comunidades no han dejado de multiplicarse y de crecer en Francia y en todo el mundo, dando la razón al cardenal.

También se había pronosticado que el Concilio sería el final de las peregrinaciones a Lourdes. Todo lo contrario, el número de peregrinos superó los dos millones durante el Concilio, tres millones en 1964, cuatro en 1968, cuatro y medio en 1986. Y otros lugares de peregrinación certifican una expansión análoga. El Santo Cristo de la Quebrada, en San Luis, Argentina, ha pasado, en pocos años, de cuarenta mil a ciento cincuenta mil peregrinos. Y no existe santuario desde Guadalupe hasta San Nicolás, pasando por el Señor de los Milagros o el Señor de Mailín o Nuestra Señora de Itatí, que no pueda decir que el número de peregrinos está en aumento, o se mantiene. Siete millones de peregrinos visitan la tumba del Padre Pío de Pietralcina: la santidad, acreditada por Dios con signos, atrae a los fieles tanto cuanto repele a las mentes modernas.

«A esto se añaden – dice Laurentin – los lugares de nuevas apariciones, a menudo ignoradas, despreciadas o reprimidas, calificándolas de fenómenos marginales o de desviaciones. Y sin embargo suscitan un contingente considerable de conversiones, vocaciones y curaciones sorprendentes. Si un jardinero, descorazonado porque en su jardín no brota nada, viera brotar buenos frutos y legumbres en el barbecho de sus alrededores, ¿dudaría acaso? Iría a cultivar el terreno que produce. Porque es necesario cultivar.»

El gran principio subyacente a esta sabiduría pastoral es: Abusus non tollit usum: El abuso no impide el buen uso. La acedia impide. Impide el hacerse cargo, el asumir y cultivar lo que el Señor suscita en el Pueblo. San Pablo nos da ejemplo. No combate los carismas porque se presten a abusos, produzcan desorden de la asamblea, o sean causa de vanagloria para algunos. No los sofoca, los regula y los encauza; se adelanta y señala el camino mejor que es la caridad.

Así también el Papa. Es consciente de que los Movimientos pueden o bien enquistarse o bien ser aislados por la Iglesia particular. Por eso procura que la institución se abra al cultivo de los carismas y que los Movimientos se mantengan en la comunión, sean acogidos y su contribución reconocida y asumida. «Durante mis visitas pastorales a las parroquias y mis viajes apostólicos, he tenido oportunidad de apreciar los frutos de su difundida y creciente presencia. He constatado con agrado su disponibilidad a poner sus energías al servicio de la Sede de Pedro y de las Iglesias particulares» […] «He podido señalarlos como una novedad que aún espera ser acogida y valorada adecuadamente. Hoy percibo en ellos una autoconciencia más madura y eso me alegra.» «Merecen la atención por parte de todos los miembros de la comunidad eclesial, empezando por los pastores, a quienes se ha confiado el cuidado de las Iglesias particulares, en comunión con el Vicario de Cristo. Los Movimientos pueden dar, de este modo, una valiosa contribución a la dinámica vital de la única Iglesia.»

«Por ello – por la necesidad de cultivar, prosigue Laurentin – he trabajado en ese sector desprestigiado [de las apariciones y locuciones marianas], que no tenía para mí ningún atractivo especial. Mi fe de teólogo no siente necesidad de apariciones. Sé que tales fenómenos son teóricamente menores y que no son esenciales en la vida de la Iglesia. Pese a lo cual son normales y constantes, desde Abraham a nuestros días. Los frutos me han interpelado, así como el abandono y hasta la contradicción y represión que experimentan los nuevos convertidos de esos lugares de oración. Cuando llegan anunciando la buena nueva de su retorno al redil, a menudo son mal acogidos: ´Aparición no reconocida, dejad eso y entrad en la pastoral de conjunto, que es bien diferente´ se les dice a menudo.

“Y en tal caso quedan perplejos. Y no comprenden muy bien lo que se les propone, mientras la descalificación de su evidencia íntima los turba. Al reencontrar la gracia de Dios habían pensado que serían bien acogidos, como lo fue el hijo pródigo; pero se los mira como marginados que han cambiado de órbita. Una gracia conmovedora los había devuelto a la Iglesia que habían abandonado, y hete aquí que ´la Iglesia´ rehusaba esa gracia y les rogaba que renunciasen a ella […] ¿se veían forzados a crearse una religión al margen de los sacerdotes que no los comprenden?.»

1.3 La Renovación carismática

Semejante es la actitud de acedia que describe Laurentin respecto de la Renovación carismática: «Uno de los despertares más fructíferos de estas últimas décadas – dice – han sido las comunidades carismáticas, nacidas en 1967, que han reencontrado la oración, la evangelización, el don de sí mismo y la vida comunitaria. Yo me temía que su ímpetu […] fuese un fervor efímero y frágil […]. Pues bien, una sola de esas comunidades carismáticas francesas ha desaparecido […] no sin que hayan faltado factores externos que contribuyeran a ello, y no sin que esa comunidad disuelta haya dejado por doquier cristianos y grupos valiosos madurados por las pruebas. […] Todas las demás comunidades han crecido y se han multiplicado, frecuentemente a escala internacional.» Laurentin va enumerando: Emmanuel (Paris 1972), Chemin Neuf (Lyon), Puits de Jacob (Estrasburgo), Le Lion de Juda; Théophanie; Pain de Vie… «El punto común de todas esas comunidades es el haber creado por los modos más variados una nueva forma de vida cristiana, comunitaria y consagrada, radicalmente generosa y abierta sin distinción a célibes y a casados. Los matrimonios crían una nueva generación de niños beneficiarios de una educación cristiana integral. Lo cual era una urgencia en esta hora de descristianización acelerada de la juventud. En esas comunidades cada uno hace libremente la elección de matrimonio o de celibato, que se ahonda en una articulación provechosa entre miembros monjes y personas casadas. Las apariciones de Medjugorje han inspirado ya dos fundaciones del mismo género: comunidades mixtas de hombres y mujeres, una de las cuales abierta a los matrimonios.»

Laurentin sigue durante varias páginas enumerando iniciativas de individuos y grupos, grupos de oración carismáticos, no sólo ya en Francia sino en el resto de Europa y Estados Unidos. Y reflexiona: «Esa germinación resulta tanto más difícil de seguir, cuanto que son movimientos en su mayor parte informales, desconocidos de los medios de comunicación y a menudo sin nombre. Además, su aparición fuera de los cuadros previstos desconcierta y a veces irrita a la pastoral oficial; ´¿Para qué sirven todos esos movimientos nuevos? ¿Por qué esa gente no se agrega a los grupos que ya existen?´ ¡Misterio! Perpetuo e inevitable misterio […] Esa renovación perpetua obedece a motivaciones múltiples. El mundo cambia. Las motivaciones cambian […] A eso se suman los brotes inesperados del Espíritu Santo, que inventa las novedades necesarias para el presente y para el porvenir. Esa fecundidad caracteriza siempre las grandes épocas de la vida de la Iglesia […] La Iglesia es una germinación permanente de primavera en primavera.»

1.4 Otros Movimientos: Communione e Liberazione, Neocatecumenales, Opus Dei…

«Dudo en proseguir por más tiempo una enumeración que no tendría fin, y en la que cada movimiento provocará objeciones e irritaciones. La renovación carismática, pese a sus frutos indiscutibles, sigue siendo la bestia negra para muchos cristianos de derechas y de izquierdas: La Comunidad Saint Jean, Comunión y Liberación, los Neocatecumenales, el Opus Dei…» La acedia se ejercita con todos ellos y con otros parecidos.

“Sin la comprensión y el apoyo del Papa ciertamente que ese movimiento [Communione e Liberazione] habría sucumbido bajo los golpes de sus adversarios.” Del Opus Dei dice Laurentin: “¿Hay que mencionar también a este otro movimiento, más antiguo pero en expansión sostenida, no obstante la mitología con que eficazmente ha sido difamado?”

«La tradición cristiana compara la Iglesia con el Arca de Noé. […] El símbolo supone que en el Arca el León no se comía al Cordero. ¿Por qué tiene que haber tantos poderosos en la Iglesia, que tan severos en palabras y en actos se muestran con los que están bajo su férula, por lo que se refiere a toda iniciativa que no encaja en el marco estricto de su pastoral aséptica y bien pasteurizada?» pregunta Laurentin, y continúa: «Cierto que en la Iglesia se necesita un orden; pero el de una concertación y no el de los sistemas asfixiantes, que tan fácilmente se instalan y emplean todas sus fuerzas en poner en entredicho y en difamar cuanto les rodea. Largo ha sido el lamento contra el poderoso sistema de la curia romana, hoy reformada. Otros sistemas pastorales, surgidos del Concilio, comienzan a revelar inconvenientes análogos según la lógica y las tendencias de todo poder humano […] El pluralismo no es aceptable, si no es auténticamente cristiano […] Pero hay que evitar las prevenciones que suscita el otro por ser el otro: un rival, si hay concurrencia de clientela. Y es urgente que el Espíritu Santo nos eleve por encima de semejantes prevenciones […] Un auténtico pluralismo cristiano no podrá nacer más que del único Espíritu. La Iglesia de Cristo tiene vocación de ser generosa y acogedora. A tal efecto importa juzgar, no a fuerza de etiquetas y según los prejuicios que inspiran las ideologías, sino como lo recomienda Cristo, según el Espíritu.»

Sin nombrarlo, se refiere aquí Laurentin al gozo de la caridad que tiene ojos para ver el bien de los demás y se alegra por él. Y, sin nombrarla, se ha referido, como sin duda habrá ido reconociéndolo el lector, al mal de acedia, de que adolecen muchos en la Iglesia actual, ante las apariciones Marianas y los Movimientos eclesiales, de modo particular los carismáticos.

2. Naturalismo y rechazo de la Comunión

Hemos tratado, en la obra anterior, de ‘los Siglos de la Acedia.’ Estudios, reflexión y meditaciones posteriores nos han permitido comprender mejor ciertas concreciones del Espíritu de Acedia en la Ilustración y la Modernidad. Una de esas concreciones ha sido el así llamado ‘naturalismo’.

La acedia toma históricamente la forma de la herejía naturalista y de sus derivados. Caracterizada brevemente, la herejía naturalista consiste en separar a Dios del Hombre, al Creador de la Creación, al orden natural del sobrenatural, a la naturaleza del misterio. El naturalismo es, en su esencia, un rechazo a la comunión ofrecida por Dios en la revelación. Esa separación puede hacerse de muchas formas. Afirmando que no tienen nada que ver; desentendiéndose pragmáticamente de lo sobrenatural; afirmando tanto la trascendencia que termina por separar a Dios del hombre; prescindiendo del misterio divino y el actuar divino e interesándose sólo por el hombre, la historia y la política; implicitando la fe, el culto, la adoración y la alabanza y relegando al Dios vivo al silencio de lo que se da ´por supuesto´. De cualquier manera que se presente, la consecuencia es siempre el rechazo de la comunión, la negación de su existencia, la negativa a relacionarse con Dios prácticamente. Se podrá seguir hablando de Dios y hasta ocuparse intensamente con su idea. Pero por más que se hable de Él ya no se habla con Él. Dios se ha convertido en un tema, en un objeto. Ha dejado de ser una presencia, un Tú. Pero sobre todo ha dejado de ser alguien cuya acción se percibe, se tiene en cuenta y se acata.

“En el primer concilio Vaticano, los padres habían puesto de relieve el carácter sobrenatural de la revelación de Dios. La crítica racionalista, que en aquel período atacaba la fe sobre la base de tesis erróneas y muy difundidas, consistía en negar todo conocimiento que no fuese fruto de las capacidades naturales de la razón. Este hecho obligó al Concilio a sostener con fuerza que, además del conocimiento propio de la razón humana, capaz por su naturaleza de llegar hasta el Creador, existe un conocimiento que es peculiar de la fe. Este conocimiento expresa una verdad que se basa en el hecho mismo de que Dios se revela, y es una verdad muy cierta porque Dios ni engaña ni quiere engañar.”

Martin Buber ha caracterizado así la tendencia antirreligiosa del pensamiento moderno: “El pensamiento de nuestro tiempo se caracteriza porque […] por una parte busca preservar la idea de lo divino como si ella fuera la auténtica preocupación de la religión, y por otra, destruye la realidad que sustenta la idea de Dios y, en esa forma, destruye también la realidad de nuestra relación con él. Esto se lleva a cabo de muchas maneras, abierta y encubiertamente, apodíctica e hipotéticamente, en el lenguaje de la metafísica (Kant, Hegel) y en el de la psicología (Jung)” […]”Muchos verdaderos creyentes saben cómo hablar a Dios, con Dios, mas no sobre Dios o acerca de Él” […] “Es la situación del hombre que ya no experimenta la presencia de lo divino frente a él. No importa que no se atreva o que sea incapaz de experimentarla. Puesto que se ha alejado de esa presencia existencialmente, ya no la conoce como algo frente a él”

Expresión y consecuencias lógicas del naturalismo son:

  • la sustitución de la fe por la gnosis, o sea un discurso que usando el lenguaje de la fe y refiriéndose a sus misterios, no lo hace desde la fe sino desde fuera del misterio y contra él
  • el énfasis en la instrucción religiosa con preterición de la pertenencia y la comunión religiosa y eclesial
  • una catequesis sin oración ni misa dominical de los niños ni de los catequistas
  • una catequesis donde los ‘hechos de vida’ desplazan la trasmisión del depósito de la fe
  • la cesación del culto, o su impregnación ideológica, con la evanescencia de los actos de latría, los cuales o bien desaparecen o se mantienen de manera puramente formal
  • la virtud de la religión se desvanece.

    Aunque, por un tiempo, o por razones de conveniencia pueda mantenerse un culto exterior, será verdad lo que dice Isaías: “este pueblo se proclama próximo a mí con su boca y me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí y el temor que me profesa son preceptos enseñados por hombres” (Isa 29,13). El hombre ya no sabe alegrarse en la Presencia de Dios ni gozarse en su Amor. La comunión con Él lo deja indiferente y no le basta para considerarse salvado. Como dice Buber: ‘en vez de hablar con Dios, se habla sobre Dios, y Dios deja de ser el Tú de la fe religiosa para convertirse en el Ello de la filosofía.’ Por más que la filosofía, se disfraza de pensamiento religioso, cristiano y, convertida en gnosis, parasitaria de la comunión eclesial, usurpa el lenguaje de la fe para expresar sus tesis racionalistas opuestas a ella.

    En este marco de la cultura y la civilización moderna, los Movimientos eclesiales y en especial la Renovación Carismática aparecen evidentemente como una reivindicación de la fe frente a los asaltos del racionalismo. Y se comprende que desde una mentalidad moderna, aún intraeclesiástica, se los pueda tachar de ‘irracionales’ o ‘fundamentalistas’ y hasta de ‘sectarios’.

    2.1 Naturalismo y deísmo: de aquellos polvos estos lodos

    En la época de las luces, marcada por el pensamiento deísta, la concepción eclesiológica se interesa solamente en el aspecto ´empírico´ de la Iglesia, no ve y no quiere ver en la Iglesia de Cristo otra cosa que relaciones puramente jurídicas y sociales, se desvía y cae en un naturalismo alarmante, especialmente en teología pastoral. Este naturalismo eclesiológico es correlativo al nestorianismo cristológico. No sólo en Jesucristo, sino que también en la vida del creyente y de la Iglesia lo humano predomina de tal modo en la conciencia psicológica que lo divino apenas es tomado en consideración. El misterio se despoja así de su poder y se reduce a una religiosidad objetiva que se puede aprehender y penetrar.

    El principio de la relación entre la Iglesia y el Pneuma del Cristo glorificado cae en el olvido en la pastoral de la era de las luces. Del mismo modo, la acción de Cristo respecto de la Iglesia y en ella, queda reducida a la fundación y la institución de la jerarquía. La Iglesia se reduce a una forma de organización comunitaria que vive según los principios del derecho natural que rigen toda sociedad.

    Bajo la influencia de la doctrina deísta se pierde de vista totalmente el sentido de la relación entre la doctrina del Espíritu Santo y la doctrina de la Iglesia. Es instructivo recordar a grandes rasgos los caminos de la penetración del deísmo en la teología.

    Separar el mundo de Dios: he ahí una de las características fundamentales y decisivas del deísmo: ´Dios crea sólo al comienzo; pone en marcha la máquina del mundo, y después la abandona a sí misma y a sus propias leyes. Por consiguiente, no es Dios ya el centro del mundo, sino… el hombre, a saber, que es un hombre autónomo y que se basta a sí mismo, como el mundo en que vive. La separación operada entre Dios y el mundo ocasiona lógicamente un antropocentrismo que empapa profundamente el pensamiento.

    En los siglos XVII y XVIII este deísmo y este antropocentrismo también penetran profundamente en la teología. He aquí las consecuencias de orden eclesiológico: Dios crea sólo al comienzo, es decir, instituye la jerarquía y a continuación abandona la Iglesia a los hombres. El sujeto activo de la salvación operada por la Iglesia no es ya el Cristo glorificado y su Pneuma, sino el hombre en su calidad de depositario de la función eclesial. Cristo ha instituido el ministerio, pero el sujeto actuante propiamente dicho ya no son Él y su Espíritu, sino el hombre en su calidad de depositario de la función instituida por Él. Según la concepción estrictamente lógica de la era de las luces, el depositario del ministerio eclesial no habla en virtud del Espíritu Santo y de la consagración sacramental, lo hace pura y simplemente en razón de la institución y de la jurisdicción.

    La separación de Dios y del mundo se hace, en teología, separación del Pneuma y del ministerio. Como la acción del Espíritu Santo en la Iglesia cae en el olvido, se comprende equivocadamente el ministerio eclesial en su sentido unilateral antropocéntrico. No es Cristo quien actúa por mediación del depositario de la función, sino que éste considera como suya propia la función ministerial: la predicación es su predicación, el culto su culto, la disciplina su disciplina. Después del Vaticano II, esa concepción llega a la liturgia, la cual queda librada a la creatividad e iniciativa del celebrante, que ejerce sobre ella un dominio de dueño y no de ministro de la Iglesia, evocador de un hecho salvífico mediante la anamnesis e invocador de la acción del Espíritu mediante la epiklesis.

    En este aspecto, la encíclica Mystici Corporis vino a operar una corrección muy significativa. Pío XII nos recordó en ella expresamente que: «Es él, Cristo, quien a través de la Iglesia, bautiza, enseña, gobierna, desata, ata, ofrece y sacrifica» (n. 55). Cristo vivifica continuamente a la Iglesia infundiéndole el Espíritu Santo a través de su carne resucitada, agente de los sacramentos. Él sigue encontrándose realmente con los hombres: está vivo.

    En esta visión, no habría que extrañarse de los movimientos, de la renovación carismática, de que tanto el Señor como su Madre puedan manifestarse no sólo por la vía de los sacramentos, sino por medio de apariciones, mensajes y profecías.

    2.2 Retrato espiritual de la acedia naturalista: rechazo del Misterio y la Comunión

    Un obispo del Vaticano I, describía así la actitud del hombre naturalista y su rechazo de lo sobrenatural: «En este sistema, la naturaleza se convierte en una suerte de recinto fortificado y campo atrincherado, donde la creatura se encierra como en su dominio propio e inalienable. Allí se instala como si fuese completamente dueña de sí misma, munida de imprescriptibles derechos, teniendo que pedir cuentas, sin nunca tener que darlas. Desde allí considera los caminos de Dios, sus proposiciones y decisiones, o al menos lo que se le presenta como tal, y juzga de todo con absoluta independencia. En suma, la naturaleza se basta, y poseyendo en sí su principio, su ley y su fin, se construye su propio mundo, y se convierte poco a poco en su propio dios. Y si bien es manifiesto que el individuo, tomado como tal, es indiferente en muchos puntos e insuficiente para muchas cosas, sin embargo, para completarse debidamente, no necesita salir de su orden; encuentra en la humanidad, en la colectividad, lo que le falta personalmente. Allí está el fundamento de la doctrina revolucionaria de la soberanía del hombre, encarnada en la soberanía del pueblo. En resumen, la naturaleza es el único y verdadero tesoro.»

    El Cardenal Pie veía el naturalismo como una abdicación del hombre al llamado a la grandeza, como una resistencia a asumir su propio misterio. Por eso lo consideraba una forma de ´pereza´. Se trata, más exactamente de la acedia, que ya entonces se había constituido en una atmósfera civilizacional que todo lo invadía.

    Se ha dicho que «en la raíz del naturalismo hay un acto de soberbia, un remedo del consentimiento paradisíaco a la tentación de ser como Dios en la renuncia al orden sobrenatural.» El Cardenal Pie ha caracterizado esta actitud y ha descrito muy bien la voluntad de renunciar al mundo superior al que el hombre está llamado, usando a veces para ello una apariencia de satánica modestia.

    2.3 La actitud de acedia: rechazo de la comunión

    Véase cómo se ha retratado la actitud del naturalista: «Profeso altamente las doctrinas espiritualistas; quiero con toda la energía de mi voluntad, vivir la vida del espíritu y observar las rigurosas leyes del deber. Pero no me habléis de una vida superior y sobrenatural. Vosotros desarrolláis todo un orden sobrenatural, basado principalmente en el hecho de la encarnación de una persona divina; me prometéis, para la eternidad, una gloria infinita, la visión de Dios cara a cara, el conocimiento y la posesión de Dios, tal cual se conoce y posee a sí mismo; como medios proporcionados a este fin, me indicáis los elementos diversos que constituyen, en cierta manera, el aparato de la vida sobrenatural: fe en Jesucristo, preceptos y consejos evangélicos, virtudes infusas y teologales, gracias actuales, gracia santificante, dones del Espíritu Santo, sacrificios, sacramentos, obediencia a la Iglesia. Admiro este alto nivel de horizontes y especulaciones. Pero, si bien es cierto que me avergüenzo de todo lo que me degrada por debajo de mi naturaleza, tampoco siento atractivo alguno hacia lo que tiende a elevarme por encima. Ni tan bajo ni tan alto. No quiero ser ni bestia ni ángel; quiero seguir siendo hombre. Por otra parte, estimo en gran manera mi naturaleza; reducida a sus elementos esenciales y tal cual Dios la ha hecho la encuentro suficiente. No tengo la pretensión de llegar después de esta vida a una felicidad tan inefable, a una gloria tan trascendente, tan superior a todos los datos de mi razón; y sobre todo ese conjunto de obligaciones y virtudes sobrehumanas. Quedaré, pues, agradecido a Dios por sus generosas intenciones, pero no aceptaré ese beneficio que sería para mí una carga. Pertenece a la esencia de todo privilegio que pueda ser rehusado. Y ya que todo ese orden sobrenatural, todo ese conjunto de la revelación es un don de Dios, gratuitamente sobre agregado por su liberalidad y bondad a las leyes y destinos de mi naturaleza, yo me atendré a las leyes de mi condición primera; viviré según las leyes de mi conciencia, según las reglas de mi razón y la religión natural; y Dios no me negará, después de una vida honesta y virtuosa, la única felicidad eterna a que aspiro, la recompensa natural de las virtudes naturales.»

    David Friedrich Strauss, el pastor evangélico alemán que se hizo famoso por su aproximación racionalista a los evangelios, negando todo milagro o hecho sobrenatural, y que por eso es un típico representante del pensamiento naturalista, se expresa en términos semejantes en la dedicatoria de su Vida de Jesús a su hermano Wilhelm:”Al dedicar este libro al hermano, lo pienso como un miembro del pueblo alemán. Y al entregárselo (en mi hermano) al pueblo alemán, presupongo que hay en él muchos miembros como mi hermano. Quiero decir, muchos que no satisfechos con los negocios, se ocupan también de asuntos espirituales; muchos que después de jornadas laboriosas encuentran su descanso en lecturas serias. Muchos que tienen el raro valor de repensar por cuenta propia, sin preocuparse de las opiniones tradicionales ni de las directivas eclesiásticas, acerca de las principales situaciones del Hombre. Y que tienen la idea, aún menos común, de considerar que el progreso político, por lo menos en Alemania, no se podrá tener por asegurado hasta que los espíritus se hayan liberado de la locura religiosa y se haya atendido a la cultura meramente humana del pueblo.”

    “Tú, querido hermano, has tenido ocasión más que suficiente de comprobar que una concepción del mundo que rechaza cualquier fuente de ayuda sobrenatural -prosigue Strauss – y que remite al hombre exclusivamente a sí mismo y al orden natural de las cosas, es apropiada para el pueblo y para la vida; que una tal visión es capaz de orientar al hombre y ponerlo en el rumbo justo no solamente en la felicidad, sino también en la adversidad, y especialmente esto último. Tú has padecido una larga enfermedad durante años, rehusando apoyarte en muletas ajenas, sino apoyándote exclusivamente en lo que tú eres y en lo que tú puedes saber, como hombre y miembro de este mundo lleno de espíritu y de dios, y oponiéndote a él varonilmente. Tú has mantenido el coraje y la decisión aún en circunstancias tales que habrían hecho flaquear en su fe a los creyentes. Aún en aquellos momentos en que toda esperanza de vida se había extinguido, jamás cediste a la tentación de engañarte yendo a buscar apoyo en el más allá.”

    “Ojalá tengas, después de tan dura prueba, un propicio declinar de tu vida. Pueda este libro merecer tu indulgencia y no desagradarte. Que nuestros hijos y nietos puedan reconocer en él, en qué íntima comunión espiritual vivieron sus padres, y en qué fe vivieron, aunque no santa sí por lo menos sinceramente; y en qué fe murieron, si no bienaventurados es de esperar que tranquilos.”

    Como puede verse, el naturalista, con apariencia de humildad, se niega a la comunión. Se niega a estrechar la mano que Dios le extiende. Sería una relación peligrosa. Queda patente aquí la ceguera para el bien divino de que se goza la caridad: la acedia como apercepción, más aún, como dispercepción, porque se juzga que entrar en comunión con Dios perjudicaría al hombre impidiéndole vivir de acuerdo a su naturaleza. Este perfil del naturalista y el caso real que lo confirma, son el retrato del acidioso y el del indiferente.

    El secularismo es la forma actual de este naturalismo. El secularismo se ha presentado, en efecto, como un celo por asegurar la autonomía de las realidades creadas contra la invasión de lo divino. Postula, por lo tanto, la separación, la incomunicación y teme la comunión, como una limitación de la libertad del hombre por parte de Dios.

    Es evidente que en esta concepción de las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural, predomina un enfoque puramente extrínseco y moralista. La dimensión y la estructura interpersonal de la fe está fuera de pantalla. El retrato del hombre naturalista es casi una caricatura: exaspera los rasgos definitorios de un espíritu que nuestra civilización ha hecho suyo a nivel ético práctico. Al Dios que se revela se le dice: «vive, pero deja vivir». El hombre, rehúsa reconocer su propia identidad mistérica, y quiere vivir exclusivamente según la dimensión natural. Es una regresión cultural y religiosa a lo que San Pablo llamaba ´vivir según la carne´ y San Juan ´amar el mundo´.

    La idea de religión del naturalismo ilustrado y la concepción del mundo centrada unilateralmente en el hombre y en su desarrollo y progreso por la razón y las ciencias tiene naturalmente sus lógicas consecuencias para el culto, la liturgia y la pastoral. Lo que se vio suceder principalmente en las iglesias protestantes en el siglo XIX le ha sucedido progresivamente al catolicismo en el siglo XX.

    La acedia cultural de origen ilustrado se manifiesta en que la religión ya no es considerada en forma teocéntrica como orientada primariamente al Culto de Dios, sino de manera antropocéntrica y principalmente como comportamiento moral del individuo, como cumplimiento de la ley moral natural y como amor al hombre.

    2.4 Acedia, Caridad, Comunión

    Pero el rechazo de la comunión es, como puede verse en 3.3 un fenómeno espiritual. Entristecerse por las cosas de que se goza la caridad, rechazar la caridad misma y rehusar la comunión son tres aspectos del mismo misterio de la acedia, o tres maneras de expresar lo mismo. El hombre que no quiere entrar en relación con Dios.

    Ese rechazo, no es el episodio circunstancial en la historia de individuos aislados, sino que se ha organizado en forma de cultura y de civilización. Y su influjo es tan poderoso que los creyentes no se sustraen fácilmente a su acción. Es más, no son pocos los que se han convencido de que la secularización es una exigencia que deriva de su fe, de que el verdadero cristianismo no es una religión y que es necesario desacralizar la Iglesia y el mundo. En el mismo momento en que el Papa Juan Pablo II exhorta a la ‘confrontación con el secularismo’, voces de la academia ‘católica’ afirman que “no es verdad que el mundo se haya secularizado. El mundo está todavía muy sacralizado.”

    La ambigüedad de los discursos parece cobijarse hoy en la palabra ‘autonomía’. ¿Qué sentido tiene hablar de autonomía de lo humano después del misterio de la Encarnación y de la revelación del amor del Padre? ¿No equivale a cobijar la negativa a la comunión de amor y a la reconciliación que se nos ofrece bajo el discurso de la autonomía? Por supuesto que toda relación entre dos seres libres implica una cierta donación de la propia libertad al otro. Pero en esa donación, la libertad no se limita sino que se realiza. Porque la libertad está para amar. La defensa de la propia autonomía parece a menudo una autodefensa que denota temor a Dios.

    De ese temor ha dicho Juan Pablo II: “En esta historia los rayos de la paternidad de Dios encuentran una primera resistencia en el dato oscuro pero real del pecado original. Ésta es la verdadera clave para interpretar la realidad. El pecado original no es sólo una violación de una voluntad positiva de Dios, sino también, y sobre todo, de la motivación que está detrás. La cual tiende a abolir la paternidad, destruyendo sus rayos que penetran en el mundo creado, poniendo en duda la verdad de Dios, que es Amor, y dejando la sola conciencia de amo y esclavo. Así, el Señor aparece como celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre; en consecuencia, el hombre se siente inducido a la lucha contra Dios.” ¿No es acaso Dios el que le ha dado la libertad al Hombre? ¿De dónde entonces le viene ese temor demencial de sentirse amenazado por Dios en su libertad?

    El secularismo, introyectado en la Iglesia, se ha convertido en un verdadero polo de pastoral de la acedia, que mira con tristeza las manifestaciones de la comunión, de la caridad y sus gozos. Tiene sobre ellos un juicio negativo y condenatorio y, aunque los tolere cuando no puede otra cosa, aspira a abolirlos, sinceramente convencido de hacer un bien. Y lo hace con entusiasmo inexorable.

    A este capítulo de los efectos de la acedia debe asignarse el silenciamiento de la Vida eterna.

    2.5 No atreverse a creer en la vida eterna

    La moderna ciencia de la comunicación nos ha enseñado que el silencio es también un metalenguaje y muy expresivo. Los silencios actuales sobre la vida eterna, en la catequesis, la predicación y hasta en la enseñanza teológica, son significativos.

    Que la salvación comporte aquí abajo, en la vida terrenal, condiciones humanas de existencia por lograr las cuales deben esforzarse cuantos creen verdaderamente en Jesucristo, eso es innegable y la Iglesia no cesa de enseñar a sus hijos ese deber y de instarlos a cumplirlo. Pero demasiado a menudo se pasa hoy en silencio de manera perjudicial el otro aspecto del cristianismo, del que la existencia terrena del hombre no es sino la primera fase de su destino último, y no se nos dice que esta vocación sublime, que la Revelación nos da a conocer, consiste en hacernos cada vez más hijos de Dios desde aquí abajo y en compartir más allá de la muerte corporal, la vida trinitaria y su bienaventuranza. Que esta vocación comience a realizarse en la existencia terrena misma del hombre, la Iglesia lo ha enseñado siempre. Pero esta existencia no puede ser verdaderamente comprendida ni vivida, aún humanamente, sino en función de la Vida Eterna, objeto real y definitivo de la promesa divina. El interés, no excesivo sino descentrado, que se suele prestar a la situación terrena del hombre – a la que llaman gustosamente situación histórica y que parece ser la única que los preocupa -, no solamente tiende a ocultar la verdadera naturaleza del destino humano, sino que, más aún, frustra al hombre en su bienaventurada esperanza, la de la salvación verdadera y definitiva, prometida al hombre por Dios y dada en Cristo: porque ninguna teología y ninguna práctica evitarían al hombre aquella desgracia definitiva que consistiría en morirse sin creer en la resurrección y la Vida Eterna: Si solamente en esta vida tenemos puesta en Cristo nuestra esperanza, somos los más dignos de lástima entre los hombres. (1 Cor 15,19)

    Este olvido es mal de acedia crónico de cuantos beben en las fuentes y en las corrientes del moralismo inmanentista de la modernidad ilustrada y los caracteriza e identifica inequívocamente.

    Quizás algún lector no mida la gravedad de este silencio que se suma a un creciente silencio ambiental y cultural sobre el tema y al que, por eso, terminamos habituándonos. A encarecerle a este lector la gravedad de este olvido apuntan las siguientes reflexiones de Julián Marías, que lo denuncian como ´un despojo imperdonable´:
    «Pocos temas apasionan al hombre de nuestro tiempo como el de la justicia social; muchos cristianos -especialmente eclesiásticos- lo han descubierto recientemente; los ha fascinado de tal manera, que tienen la propensión marcadísima a identificar religión con justicia social. Esto me parece perfectamente sin sentido, porque, si es un error reducir a Dios a su condición de garantizador de la inmortalidad del hombre, más absurdo sería confinarlo a la función de custodio de la justicia social. Dios interesa por sí mismo y de él se derivan para el hombre innumerables cosas. Que una de ellas sea la justicia social, no lo dudo; pero no se olvide que la justicia social es sólo una forma particular de la justicia, y que más allá de la justicia hay legión de cosas que importan […] La más atroz injusticia que se puede cometer con un hombre es despojarlo de su esperanza […] Hoy son muchos los que se dedican a minar esa esperanza, a destruirla o por lo menos hacerla olvidar. Lo grave es que a veces lo hacen en nombre de la ´justicia social´, cometiendo la más aterradora injusticia que puedo imaginar. Cuando alguien no espera la otra vida ¿Cuál es su situación si ésta ya no le ofrece más que infelicidad? Hoy vemos innumerables hombres y mujeres empujados a la desesperanza, despojados de la expectación de la vida perdurable mediante el ataque frontal, el desprecio, el sarcasmo, o simplemente la mención en hueco, insincera o ineficaz, o más sencillamente aún el silencio. Para mí esto es la máxima injusticia social, un despojo difícilmente perdonable.»

    Miguel de Unamuno, ha escrito con su habitual lucidez y agudeza, en defensa del primado de la Redención traída por Jesucristo sobre las redenciones políticas de una clase: «No faltará quien crea que Don Quijote debió atemperarse al público que le escuchaba y hablar a los cabreros de la cuestión cabreril y del modo de redimirlos de su baja condición de pastores de cabras. Eso hubiera hecho Sancho, a tener saber y arrestos para ello; pero el Caballero no. Don Quijote sabía bien que no hay más que una sola cuestión, para todos la misma, y lo que redima de su pobreza al pobre, redimirá, a la vez, de su riqueza al rico.»

    Se le ha reprochado a la fe católica el alienar al hombre con la esperanza de la vida eterna, quitándole seriedad a su empeño y a su responsabilidad terrena. Pero, por distanciarse, en obsequio de esa visión que acusa de absorber la vida terrena en la Vida Eterna, se pasa a ofrecer un planteo en que la Vida Eterna queda absorbida en la vida terrena.

    El humanismo inmanentista y materialista no puede considerar un bien a la Vida Eterna ni a la fe en ella, y las acusa de alienantes de las tareas terrenas. Es orientador recordar que en la tradición del pensamiento creyente, esa incapacidad de ver recibió el nombre de acedia. La acedia está actualmente organizada en forma de civilización y ya tiene sus descalificaciones y sus acusaciones elaboradas: opio del pueblo, etc. Es algo más que un mero fenómeno de reacción contra una deformación religiosa. Es una oposición también a lo que la fe tiene de sanamente propio. Como lo ha dicho Juan Pablo II: «el materialismo es el desarrollo sistemático y coherente de aquella ´resistencia´ y oposición denunciados por San Pablo con estas palabras: ´La carne tiene apetitos contrarios al espíritu y el espíritu apetitos contrarios a la carne. El que quiere vivir según el Espíritu, aceptando y correspondiendo a su acción salvífica, no puede dejar de rechazar las tendencias y pretensiones internas y externas de la ´carne´, incluso en su expresión ideológica e histórica de ´materialismo´ antirreligioso.»

    En el Concilio Vaticano II, la Iglesia, empeñada en evangelizar al mundo de los no creyentes, a la vez que invitar a los fieles a asumir sus responsabilidades históricas en el mundo, no guardó silencio acerca de la vida eterna, y quiso proclamar inequívocamente la fe católica: «enseñada por la divina Revelación, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un fin dichoso más allá de los límites de la miserable vida terrestre. Incluso la muerte corporal, de la que se habría substraído el hombre de no haber pecado, la fe cristiana enseña que será vencida cuando el hombre sea restituido por el omnipotente y misericordioso Salvador a la salvación, perdida por su culpa. Pues Dios llamó y llama al hombre para que se le adhiera a El con toda su naturaleza en la perpetua comunión de una incorruptible vida divina.» (Gaudium et Spes, 18)

    En el diálogo con el humanismo no creyente, si se quiere que sea un diálogo evangelizador, por lo menos no hay que disimular ni diluir el alcance de la doctrina de la fe para hacerlo aceptable: «Lo que el momento presente de la teología requiere no es un silencio equívoco sobre las cuestiones últimas, sino al contrario una afirmación neta y clara de la fe con todas sus implicaciones y todas sus exigencias […] lo que implica de una parte, apertura a las necesidades y valores del propio momento histórico, y de otra el reconocimiento decidido de la fe como punto de partida radical del conocer cristiano, es decir, no sólo como fuerza que fundamenta el actuar, sino como luz que guía a la inteligencia en su función de análisis y comprensión de la realidad». De lo contrario, «en lugar de una asimilación de la dimensión social del hombre en una visión cristiana de la vida, lo que se obtiene es la yuxtaposición de un cristianismo fideísta y de un humanismo naturalista, si es que no se desemboca sin más en la disolución del cristianismo en una visión puramente terrena e intramundana del acontecer.»

    2.5.a Silenciamiento de la Vida Eterna y secularismo

    El silencio acerca de la Vida Eterna, o su dilución en un discurso ambiguo acerca de su relación con la inmanencia, no es, pues, inocuo, sobre todo en un mundo que está empeñado en silenciarlo como algo nocivo, y en un momento en que la Iglesia se empeña en evangelizarlo anunciándosela. Ese silencio reviste, en nuestro tiempo, una especial gravedad. Primero como infidelidad al ministerio de quienes fueron enviados a enseñar, a todos, todo lo que Cristo enseñó (Mateo 28,20). En segundo lugar, porque es el síntoma característico del secularismo, ese mal que señala Juan Pablo II como el más grave de esta hora y con el que, según el Papa, ´la Iglesia tiene el compromiso ineludible de confrontarse.´ Pero en tercer lugar, y sobre todo, porque cercena la integridad y el corazón mismo del mensaje cristiano no acerca de la ´otra vida´ sino acerca de ´ésta´, que recibe de aquélla su pleno sentido. Si se pierde de vista la verdad sobre la Vida Eterna se esfuma la verdad acerca de la vida entera.

    Cuando despuntaba el fenómeno en la Dinamarca Luterana del siglo pasado, Kierkegaard se adelantó a dar la alarma como un gallo tempranero: «El más allá se ha vuelto una broma, una exigencia tan incierta que no sólo ya nadie la respeta, sino que tampoco la proyecta, hasta tal punto que nos divertimos sólo de pensar que había una época en que esta idea era capaz de transformar la existencia.»

    Siglo y medio después, el mal ha calado hondo y ha alcanzado al catolicismo: a pensadores y pastores. Del olvido de la trascendencia, el más allá y la Vida Eterna, se ha dicho: «Este fenómeno tiene un nombre preciso. Definido respecto del tiempo se llama secularización, o temporalismo; definido respecto del espacio, se llama inmanentismo. […] Secularización, significa olvidar, o poner entre paréntesis, el destino eterno del hombre, aferrándose exclusivamente al saeculum, es decir al tiempo presente y este mundo. Se considera que es la herejía más difundida y más insidiosa de la era moderna […] ¿Cuál es la consecuencia práctica de este eclipse de la idea de eternidad? […] El deseo natural de vivir ´para siempre´, deformado, se vuelve deseo o frenesí de vivir ´bien´, es decir, placenteramente.´» A esta luz, el silencio ambiental acerca de la Vida Eterna cobra todo su sentido como un rasgo inconfundible de su fisonomía secularista.

    2.5.b El reclamo de un mesianismo intrahistórico

    Consecuencia lógica del cercenamiento de la visión esjatológica de la fe, de la Vida Eterna y de los novísimos, es la reducción de la salvación a términos intrahistóricos e inmanentes. Esto significa, en los hechos, la preocupación exclusiva por una salvación intramundana, preocupación que pasa a gobernar la reflexión teológica y que impide comprender la vida del pueblo creyente tal como es. De ahí derivan lógicamente juicios negativos y acusaciones sobre la fe de ese pueblo y sobre la Iglesia. Pero sobre todo la tentación de una concepción de la salvación como mesiánico-intrahistórica, y por lo tanto lógicamente política. Se recae así en la reedición de esperanzas mesiánicas que Jesucristo defraudó y la Iglesia necesariamente defraudará siempre.

    2.5.c Salvación como comunión

    La fe cristiana salva al hombre, aún sin transformar nada en su situación externa (en Cristo ya no hay judío ni gentil, libre ni esclavo, hombre ni mujer, pobre o rico…), sino ya – y principalmente – por el merísimo hecho de introducirlo en una relación de comunión con Dios.

    La acedia naturalista, manifiestamente, no acepta la comunión misma con Dios y el amor a Dios como un hecho realmente salvífico. El pueblo que acude libremente a los santuario parece tener una experiencia salvífica distinta. Se ve qué íntimamente unidos están el silencio acerca de la Vida Eterna y el silencio, o lo que es más grave, la incomprensión de la verdadera naturaleza de la salvación consistente en la comunión de amor con el Nosotros divino-humano, Trinitario-eclesial.

    El menosprecio nace de una ceguera para la importancia de la comunión, que es considerada irrelevante desde el punto moral o político. Ese menosprecio alcanza, como en Bultmann, al lenguaje y las categorías evangélicas y dogmáticas.

    La fe católica establece una clara ecuación entre comunión y vida eterna: El Catecismo de la Iglesia Católica define: El cielo es: «comunión de vida y de amor con la Santísima Trinidad, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados» (CIC 1024), es «la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Jesucristo» (CIC 1026). «Vivir en el cielo es estar con Cristo» (CIC 1025). El infierno es: «El estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados» (CIC 1033), aunque no desdeña definirlo también como un ´lugar´ a donde se baja (CIC 1035).

    Jesús verdadero Dios. Jesús es el mediador entre Dios y el Hombre (1 Tim 2,5). Y por eso es también el mediador entre el tiempo y la eternidad, y entre la creación espacial y su Creador transespacial. «Sabemos que eternidad y tiempo no son menos inconmensurables e irreducibles entre ellos de lo que son divinidad y humanidad, espíritu y carne. Son, por lo tanto, una adecuada transposición sobre el plano existencial e histórico, del dogma de Cristo, Dios y hombre» […] «Él es el puente sobre el abismo, el que permite pasar de una orilla a otra. Toda la novedad de Cristo viene precisamente del ´salto´ que se ha operado en Él desde la eternidad al tiempo. Pero un salto muy especial, como del que, quedándose con un pie en la orilla en que estaba, se extiende hasta alcanzar, con el otro pie, la orilla opuesta. En efecto, Cristo, como decía León Magno ´al quedar fuera del tiempo, empieza a existir en el tiempo.´»

    Es la comunión con Jesucristo por la fe, aquí en esta vida, la que permite el ingreso ya, desde ahora, hacia su eternidad. El que cree en Él posee ya la vida eterna (1 Jn 5,13). Por eso Él es la Puerta y el Pontífice. Y sólo Él. En Él se anuda la alianza nupcial entre el Creador y la Creación, de la cual el Hombre Jesús es Rey y Cabeza.

    En el cuerpo material (pero no sólo material) del cristiano se alberga el Espíritu divino, y a través de una Iglesia de hombres, seres materiales, consagra el Universo para gloria del Padre. ¿De qué asombrarse si los cuerpos corruptibles, una vez vestidos de incorrupción siguen siendo ´espaciales´ en una ´tierra y un cielo nuevos´, en los que también se puede hablar de ´espacios´. ¿Dónde está entonces la dificultad para aceptar el misterio del cielo y del infierno como ´lugares´ a la vez que como ´estados´, puesto que son ´estados´ de seres humanos, y por lo tanto en comunión con la Humanidad divinizada del Verbo de Dios? Cuando el naturalismo se levanta contra la concepción espacial del cielo o del infierno, muestra que su concepto de la creación es precristiano o acristiano y que también lo es su antropología, que no se ha dejado impregnar por la plena verdad cristológica.

    2.5.d La sabiduría del pueblo creyente entre el juicio de Dios y el juicio de los hombres

    El escándalo de la opresión y de la impunidad de los opresores lo supera también la fe del pueblo creyendo realmente en el juicio futuro de Dios. La esperanza en la justicia divina, que ya no dice mucho a los ´teólogos de la esperanza´, es una fuente de paz para el creyente, a la vez que imprime seriedad a sus opciones históricas de las que será llamado a responsabilidad de cara a la eternidad. Sin eternidad, como sucede en la mentalidad reencarnacionista, o en el puro inmanentismo, la historia pierde seriedad, dramaticidad.

    Si se pierde la visión holística que asegura la fe, no queda sino el escándalo ante esa misma fe popular, acusada de conformismo y de pereza para asumir los protagonismos histórico-políticos que se les prescriben. Pero ¿qué tan sabia es esa ´sabiduría´ que declara necia la sabiduría del pueblo creyente?

    En conclusión: en la corriente del pensamiento naturalista el silencio acedioso acerca de la Vida Eterna, la comprensión inmanentística y mesiánica de la salvación, el olvido del juicio y la ceguera para la índole de la obra salvífica que por obra de la gracia de Jesús, Dios y Hombre Resucitado, está históricamente en curso, tienen una íntima conexión lógica.

    3. Acedia académica

    3.1 Estudios teológicos sin oración

    Existe en los medios académicos católicos un pudor, una vergüenza por la piedad y la oración. Pareciera que ellos fuesen una amenaza para la ciencia. Es un caso particular del naturalismo que separa la naturaleza y el misterio, la razón y la fe. La última encíclica del Papa Juan Pablo II es profética apunta a restañar misericordiosamente esa llaga.

    “Si hiciéramos hoy un sondeo preguntando dónde se encuentran los mejores modelos de fe, ¿cuál sería el porcentaje de los que responderían: ‘entre los teólogos’?” […] “Muy raras veces son hoy las facultades de teología lugares de oración, lugares en los que se vive la experiencia de Dios. Las facultades científicas miden su nivel por la calidad de sus laboratorios de investigación; y las facultades de teología deberían medirse por la calidad de sus lugares de oración; de los lugares ejemplares de los que habrían de salir santos. La experiencia orante debería ser a la vez la inspiración y fructificación de la teología” […] “Las facultades universitarias de teología se han alineado en exceso según el modelo que preside las ciencias humanas, y no han sabido dar una prioridad suficiente a su carácter teológico específico.”

    Es la consecuencia lógica de la separación naturalista y neomodernista entre fe y razón, entre conocimiento y caridad. El fenómeno tan bien descrito por Martin Buber ha llegado a las facultades teológicas: también allí se habla de Dios más que a Dios. No se trata de elegir entre una cosa u otra, sino de mantenerlas unidas: estudio y oración, conocimiento y caridad.

    D.F. Strauss había separado de tal manera ambas cosas que a Cristo sólo lo encontraba interesante como idea: “Esta es la clave de toda Cristología: que como sujeto de los predicados que la Iglesia atribuye a Cristo, se coloque una idea en lugar de un individuo.” “¿Qué puede tener todavía de especial un individuo? Nuestro tiempo quiere una Cristología que lo lleve desde el hecho a la idea, desde el individuo a la Especie. Una dogmática que se quede en Cristo como individuo, no es una dogmática sino una prédica.” ¿Cómo podría ser una idea objeto de caridad? Es evidente que en este ‘cristianismo’ que propone Strauss, la comunión de amor ha desaparecido. La fría indiferencia hacia el individuo que murió en la Cruz por mí sería inexplicable en un creyente. Lo que ha sucedido en esta perspectiva es que ha muerto la fe, o se mantiene un conocimiento sin amor, que, como se verá al tratar del endemoniado de Cafarnaúm es el conocimiento que los demonios tienen de Jesús.

    Esta ‘religión’ donde Dios se transforma en Idea es una Ideo-latría. Es una propuesta lógica en un discípulo de Hegel. La ideo-latría de Strauss es propia del idealismo, que penetrará en el catolicismo en forma de la herejía modernista condenada por San Pío X en la encíclica Pascendi.

    Esta inversión de la fe católica, es, sin embargo difícil de discernir, por diversos motivos. Primero: porque nada más parecido a Cristo que la idea de Cristo. Strauss seguirá hablando de Jesús, pero ya se ve qué es lo que le interesa. Así también, dentro del catolicismo, la gnosis, el modernismo y el secularismo seguirán hablando de Jesús, pero no desde la fe y la caridad. Lo que les importa de Jesús es la idea, el enunciable. En segundo lugar: porque el idealismo, al ingresar en la Iglesia católica no podía moverse con la misma libertad que en el mundo protestante, debido al Magisterio católico que vigila la doctrina. Por eso el modernismo siempre ha debido ocultar su pensamiento y cubrir sus errores con nieblas de silencios. En ese sentido, autores como D. F. Strauss tienen, al menos, la virtud de la sinceridad y la claridad en la exposición de sus convicciones.

    Pero no quedan ahí los efectos del naturalismo. El pensamiento teológico no sólo se ha apartado de la oración sino que a menudo parece volverse contra la fe. Da la impresión a veces de que la teología haya perdido el contacto con el Dios del que habla.

    4. No atreverse a creer en la acción de Dios

    La negativa naturalista a la comunión se manifiesta como hemos visto en el abandono del trato orante con Dios, de la adoración y del culto, y de toda otra forma de comunicación o comunión con Dios. Hemos visto que por eso resiste especialmente a los movimientos carismáticos.

    Pero tampoco se atreve a creer en la intervención de Dios, de cualquier tipo que sea. Tiene dificultades con la acción de la gracia ya sea ordinaria ya sea sacramental. Tiene dificultades con la fe en la Providencia. No concibe que se pueda afirmar que Dios sigue guiando a la Iglesia, asistiendo el Magisterio infalible del Papa. Tiene dificultad en aceptar que Dios intervenga obrando milagros. Su dificultad acerca de los milagros se extiende a los que los evangelios cuentan de Jesús. De ahí se origina una exegesis racionalista de la Biblia.

    Rechaza también las manifestaciones exteriores de la fe de los creyentes: le molestan los sacramentos, los sacramentales y los signos exteriores: ornamentos, hábitos o vestidos religiosos, imágenes, espacios sagrados, el silencio sacro y toda forma religiosa que se distinga de las profanas. Como está convencido de que Dios no interviene, todo los signos que dan los creyentes afirmando su intervención, le parece al naturalista algo falso, supersticioso o formalista, que sólo puede provenir de ignorancia o embuste. Por otra parte, como el prejuicio naturalista va de la mano con una visión evolucionista de la humanidad en la que la religión se considera algo propio de una etapa ya superada, toda manifestación religiosa es considerada como cosa de ayer que no puede decirle nada al hombre de hoy.

    El secularismo naturalista combate los signos exteriores de la fe porque la fe es una obra de Dios que contraría sus tesis. De esa manera, después de haber reprimido y abolido las manifestaciones visibles de la acción divina, puede preguntarse y preguntar desafiante: ¿Dónde está Dios? ¿Dónde interviene? Y concluir como lo han hecho los teólogos de la muerte de Dios: “Dios está muerto”.

    4.1 La negación del martirio: Smerdiakov

    Uno de los testimonios más grandiosos de la acción de Dios en la historia, en la vida del creyente y de la Iglesia así como del poder de la comunión de caridad con Dios, es el martirio: la muerte por la fe.

    La descalificación de que es objeto, la ha expresado Fiodor M. Dostoiewski en su novela los Hermanos Karamazov. El capítulo titulado La controversia es un diálogo entre Grigori, el creyente sencillo y piadoso, y Smerdiakov el incrédulo mezquino, superior y burlón. Cuando Grigori relata emocionado a su amo, Fiodor Pavlovich, el caso de un soldado que se dejó despellejar vivo por no renegar de su fe, Fiodor Pavlovich no sólo no se emociona sino que bromea y se burla: «habría que canonizar a aquel soldado y traer su piel a un monasterio. En manadas acudiría la gente y se haría un buen negocio».

    Ya conocemos la burla como arma de la acedia y de la persecución. Fiodor Pavlovich es un impío. Pero a menudo bajo las burlas de la impiedad se disimula una aversión y un fastidio por Dios, la fe y todo lo suyo.

    Smerdiakov, el criado de Fiodor toma la posta que le pasa su amo y con apariencia seria, continúa burlándose de la fe sencilla de Grigori, su padre de crianza. La incredulidad se aúna en el alma de Smerdiakov con su resentimiento de guacho malo hacia Grigori. Smerdiakov afirma que si el soldado hubiese apostatado para emplear su vida en buenas obras no hubiese pecado en absoluto. Tampoco hubiera mentido al decir que no era creyente -afirma Smerdiakov aguzando su dialéctica- porque quien habiendo apostatado interiormente, responde que no es creyente a los que lo interrogan por su fe, ya no miente sino que dice la verdad. En segundo lugar, la fe de aquél soldado, si la tenía, parece que no era verdadera, porque se mostraba impotente para salvarlo. Una fe verdadera hubiera movido montañas, hubiera aplastado a sus perseguidores. Si no lo hacía era porque no era fe. También por este otro motivo no hubiera mentido diciendo que no era creyente.

    Aunque no lo hubieran matado, ya sea que hubiese renegado, ya sea que se hubiese quedado con su poca fe, no habría podido alcanzar la vida eterna. Por lo tanto, no pudiendo por su falta de fe alcanzar la Vida Eterna: ¿por qué dejarse privar de ésta?

    El impío Smerdiakov deja confundido al piadoso Grigori con su enredijo pseudo teológico lleno de sofismas: «Si negara a Cristo quedo anatematizado y me convierto en un pagano, de manera que mi bautismo no ha de ser tenido en cuenta para nada. Pues bien, si he cesado de ser cristiano, no engaño al enemigo al afirmar, cuando me pregunta si lo soy, que el mismo buen Dios me ha descargado de todo compromiso con mi religión, antes de pronunciar una sola palabra y sólo porque quería decirla. Y si estoy libre de todo compromiso, ¿de qué manera y con qué justicia me harían responsable en el otro mundo como cristiano de haber negado a Cristo, si al negarlo sólo de pensamiento habían quedado borradas todas las promesas del bautismo? Si dejé de ser cristiano no puedo negar a Cristo, con quien ya nada tengo que ver. ¿Pedirías cuentas a un turco, y menos en el cielo, porque no nació cristiano, Grigori Vasilievich? ¿Cómo lo iban a castigar por eso? Ya se sabe que no se puede despellejar dos veces a un buey. Pues aunque el mismo Dios omnipotente hiciera responsables a los tártaros, cuando muere uno de éstos y hay que aplicarle el castigo merecido – en caso de que deba ser castigado -, yo me figuro que no será juzgado culpable de haber venido al mundo impuro como todo pagano nacido de paganos. Dios no puede decir que un pagano es un buen cristiano. Esto sería mentir. ¿Y puede el Señor de cielos y tierra decir una mentira, ni una tan sólo?

    Grigori miraba desconcertado al orador con ojos que se le arrancaban de las cuencas. No entendía bien lo que decía, pero en medio de su confusión le llegaba clara la frase y parecía dar entonces de cabeza contra una pared invisible».

    Para mayor consternación del pobre Grigori, Smerdiakov, azuzado por Fiodor Pavlovich, siguió probando su tesis: «No hay duda de que apostatando habría traicionado mi fe, pero no sería ningún pecado especial. Si hay pecado en ello es de lo más corriente […] ¿Qué culpa tendría yo si, no viendo ventaja o recompensa en esta vida ni en la otra, guardaba al menos mi pellejo? Por eso, confiando enteramente en la gracia del Señor, espero en todo caso ser perdonado.»

    Dostoiewski ha retratado en esta página la argumentación naturalista que maneja el lenguaje cristiano y alega la moral cristiana, pero traiciona su esencia: el amor a Dios que prefiere morir a negarlo ante los hombres. Para Smerdiakov el martirio es una tontería, porque la apostasía no sería pecado. ¡Cuanto bien (moral) deja de hacer el mártir dejándose matar tontamente! La sofística naturalista logra demostrar, -ante la impotencia de Grigori para explicar y defender con razones las evidencias de su clara conciencia creyente-, que ese mártir no realizó ningún valor, ni moral ni religioso.

    Más allá del soldado despellejado en vano, Smerdiakov apunta contra la fe de Grigori, cuyas convicciones parece querer triturar en el molino de sus razonamientos ´teológicos´.

    El pasaje de Dostoiewski ejemplifica muy bien lo que experimenta el creyente ante muchas páginas de la actual literatura ‘teológica’. Es el fenómeno tan bien descrito por J. M. Le Guillou: «el creyente auténtico [Grigori] experimenta un malestar [ante el modo gnóstico de argumentar]. Siente que algo no funciona, que los objetos de la fe están expatriados, descentrados en relación con la verdad orgánica del dogma, que por ello entran en contradicción unos con otros y que, en ese contexto, no se puede mantener la síntesis orgánica. Y es que el gnóstico [Smerdiakov] no está determinado en sus convicciones por la fe teologal.»

    4.2 La reducción moralista de la fe

    La comunión con Cristo y la fidelidad martirial, el valor de la confesión de fe y el testimonio de los santos misterios queda así descartado como buena obra por la zumba sofística de un Smerdiakov que esgrime, sin fe pero fingiéndola, los datos de la fe. Todo queda subordinado a fines morales intramundanos e interhumanos: hacer buenas obras, no mentir. Cristo no es un individuo a quien amar, sino una Idea, un ideal moral, una ‘verdad’ con minúscula, al servicio de la exigencia burguesa de ‘veracidad’ necesaria para la vida ciudadana.

    La página de Dostoiewski es una parábola que retrata muy bien un mal que no cesa de extenderse y afecta especialmente a los creyentes. La reducción moralista de la fe. Es verdad que la fe supone una vida moral. San Pablo recuerda a menudo en sus cartas que los que se entregan a los pecados “no heredarán el reino”. Pero la fe cristiana es mucho más que un sistema moral. Es una comunión con Dios y su Misterio y es una inmersión en ese misterio.

    Está dentro de la reducción naturalista del misterio cristiano, reducirlo a las obligaciones de la moral natural. Se prescribe así un decálogo recortado, sin la primera tabla de la Ley mosaica, es decir sin los mandamientos relativos a Dios. Es que Dios ha dejado de ser ‘prójimo’, como lo es para el creyente.

    4.3 No atreverse a creer en los milagros

    La dificultad en comunicarse con Dios, en tener en cuenta su realidad, en aceptar su autorrevelación se manifiesta también en la resistencia para creer en los milagros. La resistencia a admitir la posibilidad de revelaciones privadas, a la que ya nos hemos referido, es sólo una variante de esta misma dificultad.

    La oficina médica del Santuario de Lourdes tiene poca prensa. Sin embargo allí se guarda el registro de más de un centenar de casos que la ciencia ha declarado inexplicables. Los creyentes acuden allí en muchedumbres. El abate Laurentin da testimonio de que, sin embargo, había un diagnóstico pesimista sobre el futuro de Lourdes en medios de la Conferencia Episcopal francesa.

    Me ha sucedido con frecuencia la consulta fieles escandalizados porque el sacerdote había reducido la multiplicación de los panes a un milagro moral que suscitó la solidaridad y decidió a los egoístas a poner en común sus provisiones de viaje. Todo habría sido nada más que una cena lluvia en la que cada cual aportó lo suyo. De verdadera multiplicación de los panes: ¡ni qué hablar!

    Sin embargo en los relatos de este episodio de la vida de Jesús, narrado por los cuatro evangelistas, se insiste en avisarnos que los discípulos habían comprobado que no tenían nada que comer y que debían ir a buscarlo en los poblados vecinos. Por otra parte, tratándose de una comida de alianza de pan y sal, si Jesús no puso los alimentos no hubo hospitalidad y por lo tanto tampoco alianza. En oriente sería inaudito hospedar a alguien y hacerle poner los alimentos.

    La interpretación racionalista que se desentiende del milagro debería desentenderse de todo el evangelio. Y lo hace de hecho al no respetar datos exegéticos que dan gritos contra tamaña falsificación.

    4.4 La acedia de los exegetas

    La exegesis racionalista, que rechaza los milagros por principio, ha tomado por su cuenta el texto bíblico y lo ha despojado de todo lo que pudiera parecer intrusión divina en el orden natural. Véase el planteo que hace el padre y adelantado de la exegesis bíblica racionalista, que habiendo comenzado en el seno del protestantismo se encuentra hoy también en el catolicismo y es una de las causas de su tristeza.

    Ya Strauss contraponía al Cristo de la Iglesia con el Jesús de la historia. Jesús es “un individuo que aún concediendo que haya podido ser el mejor dotado, no es posible concebir sino como un hijo de la humanidad y cuya semilla de vida no ha podido provenir si no es de la más íntima profundidad de la naturaleza humana. Por lo tanto, estuvo determinado por el estrecho círculo dentro del cual vino a la existencia: su familia, su pueblo, su tiempo, su espíritu… que estuvo determinado por la cultura de su ambiente… y por las leyes de la naturaleza” […] “Esta limitación es la misma que encontramos presupuesta en toda biografía humana. Su héroe es para todos nosotros un ser humano finito, cuyo poder está limitado por otras fuerzas superiores externas a él y cuya acción está atada a la acción de las leyes naturales. La Historia sólo puede ocuparse de este juego de fuerzas limitadas. Su Ley fundamental es la de la causalidad. Según este principio, todo efecto experimentable tiene una causa que sólo puede encontrarse en el conjunto de las fuerzas de la naturaleza. La intervención de una causa sobrenatural ajena a este orden desgarraría la interrelación de los acontecimientos y haría imposible toda historia.”

    No es el caso abundar en citas de Strauss, que es el adelantado en el tema, pero tras cuyas huellas corren hoy desaprensivamente exegetas y sacerdotes católicos.

    De la situación de las ciencias bíblicas se ha dicho: “la situación es confusa. Por una parte, parecen repetirse las escenas bíblicas en las que Jesús es rodeado por la muchedumbre, es empujado, apretujado… la devoción a Jesús gana nuevos horizontes tanto dentro como fuera de la Iglesia. Y, por otra parte, los exegetas no cesan de levantar barreras que hacen cada día más difícil nuestro acceso al Jesús histórico, acceso que, a veces, resulta completamente imposible. A grandes rasgos podríamos describir la situación de la manera siguiente: el pueblo creyente, o bien no tiene en cuenta esas barreras o, sencillamente, las derriba impulsado por el instinto certero de que ningún especialista tiene potestad para relativizar el acontecimiento único de Jesús y la significación actual que encierra su figura. ‘Tengo que ir a él’ dice el hombre sencillo ‘porque me pertenece.’

    5. Del formalismo a la informalidad

    El secularismo actual es un estadio terminal del formalismo religioso. Cuando los signos religiosos siguen perdurando y siendo usados independientemente de su sentido espiritual y sus efectos de gracia, esos signos terminan vaciándose de su dínamis propia, pierden su veracidad y por lo tanto, su sentido. Entonces pueden suceder varias cosas: o bien se los revivifica, volviendo a vivirlos espiritualmente; o bien se los mantiene pero re-signándolos en otra dirección y para otras eficacias no religiosas; o bien se los abandona, y a veces se los tira lejos. El abandono de las formas, según nos demuestra la historia del catolicismo en este siglo, puede ser silencioso o motivado teóricamente.

    El diluvio de secularización que está anegando a Europa y Estados Unidos, es, en parte la disolución terminal de una religiosidad formalista. Su paso al secularismo es en realidad un intento de autenticidad, aunque en la dirección equivocada, porque en vez de intentar recuperar la forma plena, en vez de llenarla de espíritu, sólo atina a despojarse de la forma vacía. Y, lo que es peor, a veces confunde toda o cualquier formalidad con formalismo. Entonces se convierte en perseguidor de la forma auténtica. El secularismo es una religiosidad anti-formal más que informal. Su antiformalidad es a menudo anónima, atemática, pero a veces elabora una teoría antiformal. Se ha observado que el secularismo es un fenómeno de reacción contra el formalismo jansenista, un legalismo rigorista de origen protestante que tiende a la reducción de la religión a la moral, y del que se tiñó el catolicismo, sobre todo el europeo. El catolicismo criollo se vio libre de él, hasta que la inmigración europea, especialmente de religiosos y clero, así como la literatura piadosa, lo extendió también de este lado del océano.

    Pero la in-formalidad del secularismo es muy parecida al formalismo al que parece oponerse. Los opuestos se oponen en el mismo género, dice el principio filosófico. Nada más parecido que estos opuestos. En efecto, de la forma vacía de amor (formalismo) a la falta de formas de amor (secularismo) sólo hay un cambio en apariencia. Ambos se han desentendido muy anteriormente de la eficacia espiritual de los signos de la caridad.

    Pero el secularismo necesita del formalismo. Lo necesita para afirmarse a sí mismo narcisistamente como negación del formalismo religioso. Necesita tener el demonio pintado en la pared para sentirse justificado en su oposición. No se cansa de evocar el formalismo. De evocarlo y a veces de verlo donde no está o sospechando su presencia donde lo que hay en realidad son formas externas y saludables del amor a Dios.

    Las nuevas generaciones nacidas en ambiente secularista, las que no padecieron el formalismo de generaciones anteriores, o no pueden atribuir su incredulidad o sus pretendidas ‘taras’ religiosas y humanas a sus educadores religiosos (familia, colegios de religiosos, catequistas), ya no comprenden la razón de ser de lo que sus mayores hacen y son. Los secularistas de segunda generación son, por eso, potenciales conversos. Heredan actitudes que ya han perdido su razón de ser y sus apoyos reactivos. Sólo pueden intuir, mirando desde afuera, lo que le siguen señalando como formalismo. Pero les falta toda referencia a la forma verdadera, auténtica, es decir, a la forma impregnada de amor, o que es expresión de la caridad. Por eso, en cualquier momento, puesto que están abiertos a buscar ese amor, pueden encontrárselo en las formas auténticas vividas por los que aman a Dios.

    El camino de la eficacia espiritual de todas las criaturas materiales está escrito en la creación y en el carácter sacramental y sacramentario de la fe católica. Por ese camino siguen andando creyentes de fe recia y sana, que aman a Dios de todo corazón.

    El secularismo es, como los hongos, un fenómeno saprófita, que se nutre, prospera y pulula solamente gracias a la materia orgánica de la fe muerta. Es un fenómeno exclusivamente pos-creyente. Y nada es más apto ni está más cerca de convertirse en un secularista que un santurrón. Es puramente una cuestión de ocasión, de clima y de ambiente.

    Los signos y las formas del amor creyente son atacados desde distintos ángulos: por los rutinarios, distraídos y aburridos, por los repetidores irreverentes, por los profanadores intencionados. Los signos y las formas sagradas sufren el manoseo, la banalización, la broma hostil o despectiva, la descalificación por el ridículo y hasta la blasfemia. Debajo del rechazo de los signos y las formas del amor se oculta un síndrome espiritual: el miedo y hasta el odio. Los signos y formas sagradas, explícitos o implícitos, sacramentales o creaturales, han de seguir siendo tomados en serio, porque siguen siendo eficaces para expresar y alimentar el amor a Dios.

    Hay una apostasía anónima, que no quiere declararse. Y que habiéndose apartado del amor a Dios, no renuncia a seguir hablando de él. El proceso de secularización es un proceso de apostasía que antes de hacerse:

  • consciente
  • explícita y formal
  • ha comenzado siendo anónima

    El Hombre secularista ha sido antes un hombre que “tenía el aspecto de la piedad pero negaba su eficacia” (2 Tim 3,5; cfr. 1 Tim 5,8). Signos sin eficacia, formas de amor sin amor, fórmulas de oración sin oración, fe sin caridad. En eso consiste la corrupción de los sacramentos y de toda sacramentariedad, es decir de toda eficacia espiritual del orden sensible.

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