La piedad eclesial de San Francisco

La piedad eclesial de San Francisco
por Kajetan Esser, o.f.m.

.

Modernos estudios del franciscanismo se han ocupado mucho, y a veces apasionadamente, de las relaciones entre san Francisco y la Iglesia. Hay quienes dicen que Francisco con sus ideales llegó a un conflicto con la Iglesia y que fue él quien al fin tuvo que ceder.

Es la tesis sostenida con decisión y notable fuerza sugestiva por Paul Sabatier. Sus puntos de vista, aunque ampliamente corregidos y refutados por católicos y protestantes, son todavía hoy aceptados por algunos, y no sólo entre los biógrafos, sino incluso por autores de obras científicas. Se comprende que ciertos biógrafos y poetas no quieran renunciar sin más a un golpe efectista; pero lo extraño es que científicos autorizados se dejen todavía seducir de alguna forma por la tesis de Sabatier, interpretando las fuentes en esa dirección. Esta atmósfera enrarecida hace más difícil la tentativa de dibujar las múltiples relaciones vitales entre Francisco y la Iglesia, que siempre y en todo caso es para él la santa Iglesia romana.

Por eso no hay más opción que la de afrontar de nuevo el problema a la luz de las fuentes. De una exploración imparcial del material disponible se deduce que la tesis del pleito o del conflicto entre Francisco y la Iglesia romana no se apoya en los escritos del santo ni en sus biógrafos del siglo XIII. Tampoco el Speculum perfectionis, editado por el mismo Sabatier, ni las leyendas del siglo siguiente por él presentadas, abonan su tesis. Dígase lo mismo estudiando la literatura de los llamados espirituales.

Por otra parte se sabe ciertamente que desde el año 1220, poco más o menos, sí había un conflicto entre el fundador y ciertos sectores de la orden. Al intentar explicar este conflicto, no podemos pensar que sea debido tan sólo a aquellos hermanos que, por fragilidad humana, no podían o a los que incluso no querían seguir el alto ideal del santo, sino sobre todo a los responsables de la joven comunidad que se encontraban ante dificultades con frecuencia insalvables a la hora de mantener la disciplina y la forma de aquella orden escasamente organizada y en un rápido ritmo de crecimiento (cf. 1 Cel 157.158.182.188). A través de las fuentes sí que puede deducirse claramente que el idealismo categórico del santo y el sobrio realismo de los que con frecuencia tenían una responsabilidad incluso mayor que la de aquél, llegaron a crear un conflicto francamente trágico. Por eso se comprende que se solicitara la mediación de la Iglesia, sobre todo la de su representante ante la orden, el cardenal Hugolino (LP 18; EP 68). Su intervención en el conflicto fue extremadamente correcta, como lo atestiguan todas las fuentes. Por eso estamos de acuerdo con Walter Goetz, cuando afirma que «Francisco no fue víctima de la presión eclesiástica, sino de un ideal inalcanzable».

También habrá que admitir que eran frecuentes los conflictos entre la orden y algunos obispos. Y era lógico que así fuera, teniendo en cuenta la gran analogía existente entre la orden de los Menores y los movimientos heréticos de aquel mismo tiempo (Giano, Crónica 4-5; TC 62). También aquí la Iglesia romana, sobre todo por medio del cardenal Hugolino, defendió eficazmente al santo y a su orden, garantizándole la libertad de acción y de movimiento (TC 66; 2 Cel 147.156; EP 65.50).

Estas dos situaciones tan distintas han servido de base para que cierta moderna investigación franciscana haya afirmado el famoso conflicto entre Francisco y la Iglesia, el llamado «drama» por las modernas biografías de Francisco. Será, pues, conveniente distinguir exactamente lo que también distinguen las fuentes medievales, porque solamente así será posible ver y presentar con seriedad y objetividad el problema de las relaciones de Francisco con la Iglesia, y desde ahí podrá comprenderse válidamente la ejemplaridad de la actitud de Francisco hacia la Iglesia.

I. Puntos de partida

En los comienzos de la conversión de san Francisco encontramos una experiencia singular que incidió profundamente en toda su vida. Un día, mientras oraba en la iglesita de San Damián, le habló así el Cristo: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10).

Las fuentes franciscanas concuerdan en decir que el santo al principio tomó estas palabras al pie de la letra y comenzó a restaurar las iglesias ruinosas de la vecindad de su ciudad natal. Sólo más tarde, según reveló a sus hermanos, el Espíritu Santo le hizo comprender el sentido más profundo de estas palabras, ya que se trataba de la Iglesia de Cristo redimida por su sangre (LM 2,1; 2 Cel 11.204). De esta forma la vida y la acción futuras de Francisco quedaban orientadas al servicio en la Iglesia y de la Iglesia, imprimiendo una dirección decisiva a su nueva vida.

Otro acontecimiento parecido y misterioso determinó también esta relación de la Iglesia con él. Cuando Francisco llegó a Roma con sus primeros compañeros, para conseguir del papa el reconocimiento y la aprobación de su nueva forma de vida, el papa vio en sueños que se desplomaba la basílica de Letrán, cabeza y madre de todas las iglesias del mundo, y que un hombre simple, de pobres apariencias, sostenía la Iglesia para evitar que cayera. En aquel hombre reconoció a Francisco, al mismo que poco antes había visto. Por eso ahora escuchó con gusto su petición y le favoreció cuanto le fue posible: «Ciertamente es éste quien con obras y enseñanzas sostendrá la Iglesia de Cristo» (2 Cel 17). Sea lo que fuere de la visión del papa, nada tienen de extraño, en el ambiente en que se movía Inocencio III, sus conceptos y expresiones. Así el primer protector de san Francisco en la curia romana, el cardenal Juan Colonna de San Pablo, introdujo a su protegido diciendo: «He encontrado un varón perfectísimo que quiere vivir según la forma del santo evangelio, y guardar en todo la perfección evangélica, y creo que el Señor quiere reformar por su medio la fe de la santa Iglesia en todo el mundo» (TC 48).

De esta forma la relación entre la Iglesia por una parte y Francisco y su obra por otra tomaba desde el principio una orientación decisiva. Inocencio III fue fiel a esta actitud, oponiéndose incluso a los obispos en el Concilio IV de Letrán (1215). Su sucesor, Honorio III, siguió la misma línea, como lo demuestran sus propios escritos a numerosos obispos y la aprobación definitiva de la regla (1223).

Que esta dirección y actitud frente a la Iglesia, inspiradas por el Señor, las mantuviera hasta la muerte, lo demuestran con sobrada claridad tanto el Testamento de Siena (abril-mayo de 1226) como el gran Testamento escrito en sus últimos días. Ambos documentos demuestran la gran preocupación del fundador porque sus hermanos se mantuvieran en esta relación correcta con la Iglesia, de la que él jamás se había alejado en su vida. La solemne homilía que predicó Gregorio IX con motivo de la canonización del santo (1228) demuestra que también la Iglesia mantuvo hasta el fin una buena relación con Francisco y su obra. En aquella ocasión el papa aplicó las palabras de la Escritura que lo resumen todo: «Como la estrella matutina en medio de las tinieblas, y como la luna en sus días, y cual sol refulgente, asimismo brilló Francisco en la casa de Dios» (Si 50,6-7; 1 Cel 124).

Entre los dos extremos de su vida, el de sus inicios y el de su término, encontramos esa profusión de relaciones distinguidas y exclusivamente religiosas entre la Iglesia y san Francisco. De ellas trataremos ahora más al detalle.

II. La Santa Madre Iglesia

Sería pedir demasiado a san Francisco, que se autotitulaba «ignorante e indocto» (CtaO 39; Test 29), una presentación teológicamente formulada de su concepción de la Iglesia. Él encontraba a la Iglesia, la descubría, ante todo y sobre todo en su devoción práctica. Para él la Iglesia es la casa del Señor, a cuyo servicio se sentía llamado por Dios. Por otra parte, en su conciencia de creyente, hay otra realidad que emerge más fuerte y que está en el origen de todo: la Iglesia es siempre para él la santa Madre, que con la palabra y los sacramentos transmite la vida a los hombres, y los guía sobre la tierra como representante de Cristo.

1.- La palabra y sus ministros

Francisco, al igual que muchos hombres de aquel tiempo, religiosamente tan inquieto, que estaban apasionados por Dios, vivía en contacto inmediato, del todo nuevo y personal, con la palabra de Dios en la sagrada Escritura, especialmente con el evangelio. «Aunque este hombre bienaventurado no había hecho estudios científicos, con todo, aprendiendo de Dios la sabiduría que viene de lo alto e ilustrado con las iluminaciones de la luz eterna, poseía un sentido no vulgar de las Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo más escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar» (2 Cel 102). «La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo evangelio y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras» (1 Cel 84). En este encuentro carismático con la palabra y la vida del Señor descubrió su vocación particular: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio» (Test 14). Con la inmediatez absoluta del encuentro y con la conciencia de su misión particular -precisamente en oposición a las formas heréticas de los movimientos religiosos de su tiempo- Francisco se sabe íntimamente unido a la Iglesia.

Sólo los clérigos de la Iglesia anuncian la Palabra de Dios y sólo ellos deben ejercer este ministerio (2CtaF 34-35). Quiere que ellos y todos los teólogos, los que administran la altísima Palabra de Dios, sean estimados y honrados como quienes «nos administran espíritu y vida» (Test 13). Por eso en el momento decisivo de su conversión pidió que el sacerdote le explicara más exactamente la palabra de Dios escuchada en el evangelio de la misa. Fue la palabra del sacerdote la que le confirmó ante todo que la llamada, sentida en su corazón, venía de Dios. Y desde aquel momento comenzó a practicar la obediencia que se le pedía, de una forma plena e incondicionalmente (1 Cel 22; Test 6-13). Reconocía con la misma actitud de fe: «Desde el día de mi conversión, el Señor puso en boca del obispo de Asís su palabra, con que me aconsejó acertadamente y me confortó en el servicio de Cristo nuestro Señor» (EP 10). Francisco buscaba personalmente la palabra de Dios, pero con perspicacia de creyente se sentía ligado a ella cuando era transmitida por la Iglesia, que se le mostraba en forma indisoluble y concreta en sus servidores consagrados.

Francisco ama y aprecia altamente la vida según la forma del santo evangelio, pero no al margen de la fe de la santa madre Iglesia: «Pensaba que, entre todas las cosas y sobre todas ellas, se había de guardar, venerar e imitar la fe de la santa Iglesia romana, en la cual solamente se encuentra la salvación de cuantos han de salvarse». Esta convicción condicionaba su respeto y veneración a los sacerdotes y a todos los ministros de la Iglesia. Por eso prosigue el texto: «Veneraba a los sacerdotes, y su afecto era grandísimo para toda la jerarquía eclesiástica» (1 Cel 62). Por amor de la fe y del ministerio, Francisco exigía esta misma veneración incluso respecto de los sacerdotes pecadores públicos: «Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores». Lo que a él le importa es que los sacerdotes vivan según la forma de la santa Iglesia romana y hayan recibido de ella su consagración. Consideraba tan importante esta actitud estrictamente de fe, que de ella hacía depender la bendición o la maldición para el hombre (Test 9; Adm 26; cf. 2 Cel 210; EP 10; TC 57).

2.- Los sacramentos de la Iglesia

La Iglesia comunica la verdadera vida no sólo por la palabra de Dios, sino también, como medios necesarios para la salvación, por los sacramentos, especialmente la penitencia y la eucaristía: «Mysteria sunt Dei».

«Son misterios de Dios que Francisco va descubriendo; y, sin saber cómo, es encaminado hacia la ciencia perfecta» (2 Cel 7). Vuelve a afirmar la ordenación eclesiástica querida por Dios y que cátaros y valdenses rechazaban o consideraban superflua: «Debemos también confesar todos nuestros pecados al sacerdote; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Quien no come su carne y no bebe su sangre, no puede entrar en el Reino de Dios». «Y a nadie de nosotros quepa la menor duda de que ninguno puede ser salvado sino por las santas palabras y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos pronuncian, proclaman y administran. Y sólo ellos deben administrarlos y no otros» (2CtaF 22-23 y 34-35). He aquí otro motivo para honrar y amar a los sacerdotes como a sus señores: «Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a otros. Y quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos» (Test 10-11). Este inmenso misterio fue convirtiéndose, en la vida cristiana del santo, cada vez con más fuerza en el centro único, en torno al cual giraba toda su piedad: «Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también a los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201; cf. Adm 1). Por otra parte, la Iglesia, colmada por el Señor, se le hace visible en la comunidad de los que con Él se ofrecen. Por eso Francisco insta a que en las comunidades los hermanos celebren una sola misa diaria (CtaO 30; cf. 2 Cel 185).

3.- Obediencia absoluta

La santa Madre Iglesia no se limita a dar y conservar la vida al hombre, sino que lo guía también con su jerarquía. Sólo esta convicción explica la espontánea e incondicional obediencia del joven Francisco al obispo de Asís desde el comienzo de su nueva vida. Es lo que también permite entender que «después que el Señor le dio hermanos», marchara a Roma para ponerse con su comunidad a las órdenes de la Iglesia. De aquí nace su gran deseo de que el papa Inocencio III confirme su forma de vida y la de sus hermanos: «Veo, hermanos, que quiere el Señor aumentar misericordiosamente nuestra congregación. Vayamos, pues, a nuestra santa madre la Iglesia de Roma y manifestemos al sumo pontífice lo que el Señor empieza a hacer por nosotros, para que de voluntad y mandato suyo prosigamos lo comenzado» (TC 46). Francisco quiere que su misión y vocación divinas sean reconocidas y aprobadas por la Iglesia.

Por eso no es extraño que desde los comienzos de su nueva vida, y siempre, quiera estar sometido a la sede apostólica, y a la Iglesia romana: «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana. Y los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores» (2 R 1,2). Esta promesa de fidelidad se halla ya en la primera regla: «El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta religión, prometa obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores» (1 R Pról.); así Francisco, y sus sucesores, y en la cabeza de la orden todos sus miembros, se proclama y se confiesa súbdito del papa y de la Iglesia, y puesto que todos están obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores, se declara dispuesto en nombre de toda la orden a obedecer y acatar todas las disposiciones del papa y de la Iglesia romana y a seguir fielmente sus directrices y normas. Era la primera vez en la historia de la Iglesia que un fundador de una orden religiosa se unía y vinculaba tan estrechamente al papa y a la Iglesia romana y se sometía a ella en todo (cf. TC 52).

Al extenderse la orden por el mundo, Francisco se siente pequeño, incapaz de gobernarla y defenderla eficazmente contra los enemigos internos y externos: «Iré, pues, y los encomendaré a la santa Iglesia romana, para que con su poderoso cetro abata a los que les quieren mal y para que los hijos de Dios tengan en todas partes libertad plena para adelantar en el camino de la salvación eterna. Desde esa hora, los hijos experimentarán las dulces atenciones de la madre y se adherirán por siempre con especial devoción a sus huellas venerandas. Bajo su protección no se alterará la paz en la orden ni hijo alguno de Belial pasará impune por la viña del Señor. Ella que es santa emulará la gloria de nuestra pobreza y no consentirá que nieblas de soberbia desluzcan los honores de la humildad. Conservará en nosotros inviolables los lazos de la equidad y de la paz imponiendo severísimas penas a los disidentes. La santa observancia de la pureza evangélica florecerá sin cesar en presencia de ella y no consentirá que ni por un instante se desvirtúe el aroma de la vida». Y Celano continúa: «Aquí se advierte la previsión del varón de Dios, que se percata de la necesidad de esta institución para tiempos futuros» (2 Cel 24; cf. 1 Cel 99-101).

Después de haber sido recibido «con mucha devoción» por el papa y los cardenales, pidió a Honorio III le concediera pro papa, «para hacer las veces de papa», al cardenal Hugolino, obispo de Ostia, «para que, sin mengua de vuestra dignidad, que está sobre todas las demás, los hermanos puedan recurrir en sus necesidades a él y beneficiarse con su amparo y dirección» (2 Cel 25). En la regla definitiva queda incorporado este punto como norma para el futuro: «Impongo por obediencia a los ministros que pidan al señor papa un cardenal de la santa Iglesia romana que sea gobernador, protector y corrector de esta fraternidad» (2 R 12,3). Francisco y su orden se saben así estrechamente unidos a la madre Iglesia en la persona de ese cardenal; es el «dominus et apostolicus noster», nuestro señor y papa (EP 23). Pero en la persona del cardenal está vinculada la Iglesia a Francisco de forma muy particular y sobre todo personal.

No hay, pues, motivo de que dudemos de Celano cuando nos dice que Hugolino veneraba a Francisco como a un apóstol de Cristo, que reconocía absolutamente el carisma del santo y «le servía como un señor a su siervo, besándole humildemente sus manos» (1 Cel 101), pormenores que difícilmente podían inventarse en tiempo de Hugolino.

En el mismo sentido quería Francisco estar vinculado a los obispos. Por eso, para establecerse los hermanos en un lugar deben acudir al obispo del mismo y decirle: «Primeramente recurrimos a vos, porque sois el padre y señor de todas las almas confiadas a vuestro cuidado pastoral y de todas las nuestras y de las de nuestros hermanos que han de vivir en este lugar. Por eso, queremos edificar allí con la bendición de Dios y la vuestra» (EP 10; cf. 2 Cel 147). «A ellos les está confiada la santa Iglesia, y ellos deben dar cuenta de la pérdida de sus súbditos» (Leg. monacensis 52). En estas frases del santo la palabra «padre», referida al obispo, está en relación vital con la palabra «madre», aplicada a la Iglesia.

4.- La «fraternidad», imagen a e la Iglesia

Vamos a avanzar todavía en esta misma línea. Puede decirse que, en cierto sentido, la maternidad de la Iglesia es un elemento constitutivo de su fraternidad, o sea, de la comunidad de los hermanos. Francisco sabe muy bien que todos tenemos un Padre en los cielos y que por lo mismo todos somos hermanos. Sabe también que es la gracia, que une a todos en Cristo, la que nos hace hermanos en Él (cf. 1 R 22; 2CtaF 45-62). Tal vez por esto proclama con fuerza: «Quiero que mis hermanos se muestren hijos de una misma madre» (2 Cel 180). «El santo tuvo siempre constante deseo y solicitud atenta de asegurar entre los hijos el vínculo de la unidad, para que los que habían sido atraídos por un mismo espíritu y engendrados por un mismo padre, se estrechasen en paz en el regazo de una misma madre. Quería unir a grandes y pequeños, atar con afecto de hermanos a sabios y simples, conglutinar con la ligadura del amor a los que estaban distanciados entre sí» (2 Cel 191).

Ahora se entienden en su pleno sentido las palabras que usa Francisco para describir las relaciones que han de existir entre los hermanos: «condúzcanse mutuamente con familiaridad entre sí», «tengan familiaridad»; como a hermanos que «profesaban juntos una misma fe singular», recomendaba «a todos la caridad, exhortaba a mostrar afabilidad e intimidad de familia» (2 R, 6-7; 10,5; 2 Cel 172 y 180). Deben mostrarse el uno al otro el amor de la madre Iglesia, y deben patentizar que ese amor es mayor que el que tiene una madre a su hijo (1 R 9; 2 R 6). Así se actualiza para la vida común de los hermanos la imagen de la santa madre Iglesia, que Francisco lleva en su corazón, y nace en el seno de la Iglesia una forma de vida religiosa absolutamente nueva para aquellos tiempos.

III. Adherirse por siempre a las huellas venerandas de la Iglesia

Los escritos de san Francisco, los de santa Clara, su más fiel discípula, al igual que las leyendas que recogen su vida, resumen con frecuencia la voluntad de Francisco con esta frase bíblica: «seguir las huellas de Cristo» (1 Pe 2,21). Francisco persiguió este ideal con una fidelidad y entrega realmente excepcionales: «De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros… Si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús» (1 Cel 115). Es la explosión magnífica y plena de una piedad nueva, que se encendía al simple contacto con el evangelio. Piedad de vida evangélica que arrastraba a muchos espíritus, y precisamente a los mejores. Seguir en todo las huellas de Jesús, era la meta más alta de esta vida.

A pesar de todo, algunos tuvieron conflictos con la Iglesia y la abandonaron. En estos conflictos en torno a vocación y dones carismáticos por una parte y orden salvífico objetivo por otra, hubo quienes obstinadamente se aferraban a sus puntos de vista personales. Este peligro acechaba también a Francisco y sus hermanos, pues estaban muy próximos a los herejes en cuanto a ideales, piedad y formas externas de vida. Evidentemente Francisco ha sido consciente de estos posibles peligros. Pero separarse de la santa madre Iglesia hubiera significado para él separarse de la vida, separarse del Reino de Dios, y, en consecuencia, de la salvación. Por eso al lado del «seguir las huellas de Cristo» existe otra motivación que jugará un papel tan importante en su mente y en su voluntad, en su vida y en sus aspiraciones: él quiere que sus hermanos se adhieran «por siempre con especial devoción a las huellas venerandas» de la madre Iglesia (2 Cel 24). Deben recorrer el camino de Cristo, sí, pero caminando siempre con especial ahínco por el augusto camino de la madre Iglesia. Imposible expresar con mayor precisión el deseo del santo. Es evidente la lógica interna con que se deducen estas consecuencias de la imagen de la madre Iglesia. Y los hermanos menores consideraron un público reconocimiento el que el papa Honorio III afirmara de ellos a los obispos franceses que «son hijos especiales de la Iglesia romana y verdaderamente católicos» (Giano, Crónica 4).

1.- «Todos los hermanos sean católicos»

«Todos los hermanos sean católicos, vivan y hablen católicamente». Esta consigna lapidaria se halla en la primera regla. Y no extraña que a continuación se indiquen los puntos de controversia más importantes con las herejías contemporáneas de Francisco: el respeto a todos los clérigos y religiosos por su consagración y por su oficio y ministerio; la correcta concepción católica del sacramento de la penitencia y de la eucaristía; la predicación sobre la necesidad de la vida de penitencia… Con todo esto Francisco quiso alejar de sus hermanos el peligro de caer en doctrinas erróneas. Se hace uno cargo de la seriedad con que Francisco toma ese asunto cuando ve que, a pesar de su entrañable compasión con los pecadores y de que quiere que estos sentimientos los tengan también los otros, inflexible dice lo que sigue: «Si alguno se aparta de la fe y vida católica en dichos o en obras y no se enmienda, sea expulsado absolutamente de nuestra fraternidad» (1 R 19-21).

No se piense que lo que precede es una frase aislada. En otro contexto de la misma regla se encuentra de nuevo la voluntad de defender a sus hermanos de otro mal que aquejaba a los movimientos apostólicos contemporáneos: la escandalosa vida en común de hombres y mujeres. El hermano que, no obedeciendo, sucumbía a ese peligro debía ser privado del hábito y expulsado de la orden (1 R 12-13). Cuando se trataba de la catolicidad en el seno de la fraternidad, Francisco era inexorable.

Al crecer la orden y no poder examinar y recibir personalmente a los nuevos aspirantes, Francisco traspasó y delegó esta responsabilidad a los ministros de cada provincia. Pero les exigió concretamente: «Y los ministros examínenlos diligentemente sobre la fe católica y los sacramentos de la Iglesia». Y es que entonces los cátaros, y por su influencia también los valdenses, rechazaban la Iglesia jerárquica y los sacramentos administrados por ella. Por eso la fe en los sacramentos de la Iglesia era una piedra de toque para saber quién estaba dentro de la Iglesia y si era católico o no. Por eso los ministros debían recibir en la orden sólo a los que «creen todo esto, y quieren profesarlo fielmente, y guardarlo firmemente hasta el fin». Sólo así podía ser eclesial la vida interna de la orden (2 R 2,2-3).

Hay otro hecho revelador de esta actitud de san Francisco. Los cátaros de entonces rechazaban el Antiguo Testamento y el oficio divino de la Iglesia, que en gran parte está tomado del Antiguo Testamento. Sobre todo rechazaban el culto divino en las iglesias, la cruz y todas las formas cultuales en que se emplea algún signo material. San Francisco, por el contrario, proclama con sorprendente sencillez que Dios le ha dado una fe tan grande en la Iglesia, que con simplicidad reza y dice: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas las iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5). También enseñó a sus hermanos esta oración y la rezaban aunque sólo vieran a lo lejos una iglesia o una cruz (1 Cel 45). Francisco contraponía la incredulidad a la fe sencilla que por gracia de Dios había recibido en la Iglesia. Y la historia atestigua con qué fuerza se impuso la fe a la incredulidad.

Conociendo los errores cátaros se comprende por qué en la mente de san Francisco están tan íntimamente relacionados los conceptos de «rezar el oficio» y «ser católicos». «Pero a los hermanos que no quieran guardar estas cosas, no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles hasta que se arrepientan» (CtaO 44). Y en el Testamento es todavía más severo: «Y a los que se descubra que no cumplen con el oficio según la regla y quieren variarlo de otro modo, o que no son católicos, todos los hermanos, sea donde sea, estén obligados por obediencia… a presentarlo al custodio más cercano del lugar donde lo descubran… Y el ministro está firmemente obligado, por obediencia, a remitirlo… a la presencia del señor de Ostia, que es el señor, protector y corrector de toda la fraternidad» (Test 31-33).

Francisco conocía el valor del ayuno y su importancia para la Iglesia, Reino de Dios. Pero también conocía los excesos de los cátaros en lo referente a los ayunos y abstinencias. Por eso exhortaba y alertaba al mismo tiempo: «Debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados, y de la demasía en el comer y beber, y ser católicos» (2CtaF 32). Lo cual quiere decir que las obras de propia renuncia pertenecen al ámbito de la vida de la Iglesia. Jamás le abandona al fundador de la orden la preocupación de que sus hermanos permanezcan católicos, preocupación que le acompañará hasta la misma muerte, pues, al redactar el Testamento, dice: «… para que mejor guardemos católicamente la regla que prometimos al Señor» (Test 34). Desde el comienzo de su nueva vida hasta su muerte él estaba «todo íntegro en la fe católica» (2 Cel 8), y quería que también lo estuvieran sus hermanos.

2.- Según la forma de la santa Iglesia romana

Ahora comprendemos mejor por qué el santo quiso que su fraternidad estuviera tan estrechamente vinculada a la Iglesia de Roma en sus manifestaciones vitales religiosas más importantes. La única misa diaria en los lugares que habitaban los hermanos debía celebrarse «según la forma de la santa Iglesia» (CtaO 30). Y como entonces la denominación «oficio divino» comprendía misa y horas canónicas, no quiere decir otra cosa la prescripción de la regla: «Los clérigos recen el oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia romana» (2 R 3,1; cf. 1 R 3,3). Cuando todas las órdenes religiosas de entonces tenían un ordo propio del oficio o lo iban preparando, Francisco, en este punto tan importante, vinculó a sus hermanos a la Iglesia romana y el papa, obligando a sus hermanos al ordo papal, es decir, al de la ciudad de Roma. Y es que los hermanos debían seguir las «huellas venerandas» de la Iglesia, sobre todo en lo que constituye el centro de su vida.

Francisco no se limita a orar con la Iglesia; tiene también una confianza total en la comunidad orante, en la cual se ayudan todos los miembros de la Iglesia. Cuando él escribe acerca de esta confianza, parece brotarle una especie de himno: «Y a cuantos quieren servir al Señor Dios en el seno de la santa Iglesia católica y apostólica y a todos los órdenes siguientes: sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y a todos los clérigos; a todos los religiosos y religiosas, a todos los conversos y pequeños, a los pobres e indigentes, reyes y príncipes, artesanos y agricultores, siervos y señores, a todas las vírgenes y viudas y casadas, laicos, varones y mujeres, a todos los niños, adolescentes, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, a todos los pequeños y grandes, y a todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas, a todas las naciones y a todos los hombres de cualquier lugar de la tierra que son y serán, humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, hermanos menores, siervos inútiles, que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otro modo nadie se puede salvar» (1 R 23,7). Francisco conoce la Iglesia católica, la Iglesia que lo abarca todo. Cuando quiere realizar los deseos más íntimos de su vida, la vida en penitencia evangélica, Francisco espera y pide para sí y los suyos la ayuda de la Iglesia. Él y sus hermanos, «siervos inútiles», no la exigen como un derecho, sino la piden con humildad, aunque con insistencia, porque saben que está en juego la salvación. En tan sencillas pero agudas frases queda expresada la estructura fundamental de la piedad eclesial de san Francisco.

Lo que hemos dicho acerca del centro de la vida de la orden, vale también para todas las demás esferas de la vida. Así, por ejemplo, apenas el papa Honorio III introdujo el noviciado en las órdenes religiosas y promulgó otras disposiciones, Francisco se apresuró a incorporar en su regla las normas más importantes de este mandato del señor papa, y las expresó en su lenguaje: «Nadie sea recibido contra la forma e institución de la santa Iglesia» (1 R 2,12; cf. 2 R 2,12).

Con la misma naturalidad incorporó a la vida de la Iglesia la predicación, la gran aspiración de los movimientos apostólicos de su tiempo y origen de tantos conflictos con la Iglesia: «Ningún hermano predique contra la forma e institución de la santa Iglesia». Así acepta que se confíe la predicación sólo a los hermanos aprobados, a quienes su ministro haya dado licencia. Pero dirigiéndose a todos los hermanos escribe esta frase de tanta importancia para la vida de la Iglesia: «Pero todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17,1.3; 2 R 9; Test 7).

Ya en otro contexto se aludía al respeto, a la veneración y al amor a todos los clérigos «que viven según la norma de la santa Iglesia romana» en razón de su consagración (Test 6; Adm 26); y a que la misa debe celebrarse «según la forma de la santa Iglesia» (CtaO 30). Amonesta igualmente a los superiores de la orden a conservar el sacramento del altar en píxides preciosas «de acuerdo con las prescripciones de la Iglesia». Recuerda a todos los clérigos otras disposiciones parecidas y más precisas: «Y sabemos que todas estas cosas debemos guardarlas por encima de todo, según los mandamientos del Señor y las prescripciones de la santa madre Iglesia». La seriedad de estas amonestaciones se desprende de la alusión al día del juicio, en el que habrá que rendir cuentas de cualquier eventual incumplimiento ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo (1 CtaCus 4; CtaCle 13).

Los hermanos que deben atender espiritualmente a las monjas de santa Clara o a otras religiosas deberán también tener especial licencia de la sede apostólica (2 R 11,2). No se equivoca, pues, quien afirma que Francisco quería que «el vivir según la forma del santo evangelio» estuviera englobado en el otro lema, subrayado con la misma fuerza, de «vivir según la forma de la santa Iglesia romana»; y que éste defendiera a aquél. Uniendo ambos elementos y ajustando su vida a ellos, no sólo superó la herejía de los movimientos religiosos contemporáneos, sino que le fue posible a él y a los suyos una acción útil y provechosa en la Iglesia de su tiempo y del futuro.

3.- «Siempre sumisos»

La obediencia absoluta a la Iglesia que exige a todos sus hermanos no es más que una consecuencia lógica de las actitudes fundamentales de Francisco frente a la Iglesia. Y así queda expresado al final de la regla definitiva: «Para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y humildad y el santo evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,4; cf. TC 57). Francisco quiere vivir con sus hermanos según el santo evangelio, en una incondicional dependencia y sumisión a la Iglesia; sólo así ve él posibilidad de «permanecer siempre en la fe católica».

Burcardo de Ursperg, contemporáneo de la primera generación franciscana, ofrece un precioso testimonio sobre esta obediencia de los hermanos menores en su tiempo: los hermanos menores eran «sumisos en todo a la sede apostólica». Interesante también el testimonio de Jacobo de Vitry de 1216, según el cual los hermanos hacían aprobar las deliberaciones de los capítulos anuales por el señor papa.

La lucha entre Gregorio IX y Federico II fue la prueba de fuego para la obediencia de los hermanos menores: ellos eran «duramente maltratados… y expulsados desconsideradamente, y algunos hasta ejecutados, porque obedecieron valientemente a la Iglesia, como hijos obedientes a su santa madre; hicieron los hermanos menores lo que no hicieron los demás religiosos» (Giano, Crónica 73 y 74). La actitud de Francisco dio óptimos frutos. Sus hermanos siguieron «las venerandas huellas» de la madre Iglesia hasta las últimas consecuencias.

IV. «Hemos sido enviados en ayuda de los clérigos»

Desde su conversión, y en todos los momentos de su vida, Francisco tuvo siempre la convicción de que él y su orden tenían una misión especial en la Iglesia: «ut fructum afferant in Ecclesia», para que den fruto en la Iglesia de Dios. Ellos debían colaborar de forma especial a cultivar esta vida íntima de la Iglesia (2 Cel 148; LM 6,5; EP 43). En otro lugar expresa la misma conciencia de su misión: «Hemos sido enviados en ayuda a los clérigos para la salvación de las almas». La actividad apostólica de los hermanos menores es un mandato de Dios por medio de la Iglesia y deben en consecuencia servir y trabajar por la salvación de las almas (2 Cel 146; EP 10.54; TC 36). Pero esta misión no se limita sólo a acciones esporádicas, sino que compromete la vida entera de los hermanos menores en actitud de servicio.

1.- Vida para la Iglesia

«Escuchad, señores hijos y hermanos míos, y prestad atención a mis palabras. Inclinad el oído de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios. Guardad sus mandamientos con todo vuestro corazón y cumplid sus consejos perfectamente. Alabadlo, porque es bueno, y enaltecedlo en vuestras obras; pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz» (CtaO 5-9).

Con estas solemnes palabras describe Francisco la vida evangélica de los hermanos menores en función de su contenido más profundo; es el cumplimiento de una misión en favor de todos los hombres, en favor del mundo entero. Será un testimonio que habrá que darlo con palabras y obras, con la vida toda. Así había profetizado el joven Francisco en favor de la segunda orden franciscana con ocasión de la restauración de la iglesita de San Damián. «Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa, será glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia» (TestCl 13-14).

Así se había comportado el mismo Francisco. Toda su vida fue un testimonio excepcional: «Difundía el evangelio por toda la tierra; muchas veces en un solo día recorría cuatro o cinco castillos y aun pueblos, anunciando el Reino de Dios y edificando a los oyentes no menos con su ejemplo que con su palabra, pues había convertido en lengua todo su cuerpo» (1 Cel 97).

Aun podría decirse que valoraba más el testimonio del ejemplo que el de la palabra (1 R 17,3): «Afirmaba que los hermanos menores habían sido enviados por el Señor en estos últimos años para esto: para dar ejemplos de luz a los envueltos en las tinieblas del pecado. Solía decir que se sentía penetrado de suavísima fragancia y ungido de ungüento precioso cuando oía las proezas de los hermanos santos que hay esparcidos por el orbe… Exultaba el santo con estos casos, es decir, cuando oía que sus hijos sacaban de entre sí mismos ejemplos de santidad, y colmaba de bendiciones muy deseables a tales hermanos que de palabra y de obra inducían a los pecadores al amor de Cristo» (2 Cel 155). El cumplimiento de esta misión constituye para los hermanos menores una obligación que se deriva de su profesión; por eso reza así: «Bendice, te ruego, a aquellos hermanos con amplísima bendición y santifica con gracias especiales a cuantos por los buenos ejemplos hacen que su profesión sea fragante» (2 Cel 178). Pero todo esto lo mirará con una mirada eclesial; lo prueba el hecho de que para él la vida devota de las clarisas no era sólo un timbre de gloria para la orden, sino que sería para «la mayor edificación de la Iglesia universal» (EP 90; cf. 2 Cel 4). Precisamente veía él que su fraternidad había sido vaticinada por Cristo («que había de fundarse en la Iglesia») en razón del ejemplo de su vida pobre (EP 26). Hay una oración en la que con la mayor profundidad presenta Francisco la misión y tarea de los hermanos: «Señor Jesucristo, que elegiste a los apóstoles en número de doce, del cual, si bien cayera uno, no obstante, los demás, unidos a ti, predicaron el santo evangelio llenos de un mismo espíritu. Tú, Señor, acordándote de tu antigua misericordia, has plantado en esta hora postrera la religión de los hermanos para sostenimiento de tu fe y para llevar a cabo por ellos el misterio de tu evangelio. ¿Quién dará satisfacción por ellos en tu presencia si, en el ministerio para el que fueron enviados, no sólo no dan ejemplo de luz a todos, sino que les muestran obras de las tinieblas?» (2 Cel 156; cf. 155).

2.- «Madres de nuestro Señor Jesucristo»

La misión y tarea de los hermanos menores sirven de forma especial a la salvación de las almas. Este celo por la salvación es para Francisco una forma de participar en la solicitud maternal de la Iglesia por sus hijos. En este sentido puede decirse con todo derecho que todas las fatigas apostólicas del Santo las inspira un amor materno, y precisamente un amor materno a Cristo en la Iglesia. Pero él subraya con claridad que esta misión comienza con cada hombre y se desarrolla en la salvación de todos.

El hombre debe llegar a vencer en sí mismo todas las aspiraciones terrenas, la sabiduría de este mundo, todo egoísmo, todo espíritu de dominio: «Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo alumbramos por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de los otros» (2CtaF 48-53). Si en este texto no se alude expresamente a la Iglesia, está sin embargo claro que sólo puede ser comprendido cabalmente desde la plena experiencia de una auténtica piedad eclesial.

De entre las relaciones vitales del cristiano con Cristo, representativas de las diversas relaciones que la Iglesia mantiene con Él, vamos a fijarnos, para aclararla, en la última, que dice: «madres de nuestro Señor Jesucristo». Francisco expresa aquí la cristianización, la cristificación del hombre que, como María (cf. Lc 8,21) y la Iglesia, acoge la palabra de Dios y vive según ella. Demuestra, además, que la fuerza del buen ejemplo edifica desde dentro el cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia: si «lo damos a luz», y hacemos que mediante las santas obras tome en nuestra vida forma concreta, se convertirá para los demás en ejemplo luminoso. De esta doble forma queda expresada la misión maternal respecto del Cristo que sobrevive en la Iglesia y en cada uno de sus miembros. En la Iglesia y por la Iglesia son madres de Cristo todos los que, como María, tipo de la Iglesia, acogen la palabra de Dios y viven sirviéndola.

La aplicación del pasaje de 1 Sam 2,5 al apostolado de los hermanos menores nos muestra cómo vivió Francisco esta realidad: «Y añadía aquel texto: «Parió la estéril muchos hijos», con esta explicación: «Estéril es mi hermano pobrecillo, que no tiene el cargo de engendrar hijos en la Iglesia. Ese parirá muchos en el día del juicio, porque a cuantos convierte ahora con sus oraciones privadas, el Juez los inscribirá entonces a gloria de él. Y se marchitará la que muchos tiene, porque el predicador que se goza ahora de haber engendrado muchos él mismo, conocerá entonces que no hubo nada suyo en ellos»» (2 Cel 164; cf. LM 8,1-2; 3,7). De nuevo aparece el servicio para la salvación de los hombres como misión maternal en la Iglesia. Aquí se ve con claridad que Francisco no concebía el apostolado tan unilateralmente como hoy en general se concibe. No se identifica con una mera actividad externa, sino que arranca de una existencia totalmente cristiana: «Solía decir que nada hay más excelente que la salvación de las almas. Y lo razonaba muchas veces recurriendo al hecho de que el Unigénito de Dios se hubiese dignado morir colgado en la cruz por las almas. De ahí nacieron su recurso a la oración, sus correrías de predicación, sus demasías en dar ejemplo» (2 Cel 172: cf. 1 Cel 98). Esta trilogía de oración, predicación y testimonio de vida debe ir junta cuando se trata de la salvación de las almas en la Iglesia. Así obró Francisco en su vida y así quería que lo hiciesen sus hermanos: «Enteramente lleno como vivía del celo de las almas, quería que los hijos se le asemejasen de veras» (2 Cel 155). Estaba plenamente convencido de que no debían vivir sólo para sí mismos, sino de que Dios los había enviado «para Aquel que murió por todos, pues se sabía enviado a ganar para Dios las almas que el diablo se esforzaba en arrebatárselas» (1 Cel 35).

Tienen especial importancia en este contexto algunas afirmaciones de Celano, sobre todo si tenemos en cuenta que, en su lenguaje, «mundo» significa precisamente la cristiandad de aquel tiempo, los hombres encuadrados en la Iglesia, a cuya salvación deben servir los hermanos menores, sobre todo con el testimonio de su vida pobre. Francisco exhortaba a sus hermanos a pedir limosna confiadamente: «Id, porque los hermanos menores han sido dados al mundo en esta última hora para que los elegidos les provean a ellos, de suerte que el Juez los avale, diciendo: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí lo hicisteis». Está penetrado de la idea de que los seguidores de la pobreza han sido dados al mundo para salvación del mismo. «Hay un contrato entre el mundo y los hermanos: éstos deben al mundo el buen ejemplo; el mundo debe a los hermanos la providencia necesaria». Así aportan a su nueva forma de vida un elemento que tan firmemente aparece en la Iglesia primitiva: «Sale a plena luz la perfección de la Iglesia primitiva, cuyas maravillas leía el mundo sin que pudiera contemplar sus ejemplos» (2 Cel 70 y 71).

3.- Predicación

Sin embargo, para los hombres de aquel tiempo la predicación era el elemento más relevante del servicio que los hermanos menores prestaban a la Iglesia. Jacobo de Vitry (hacia el año 1219) escribe de ellos que se distinguían «por su predicación, y también por el ejemplo de su santa vida y de su irreprochable conducta», y les da el título de «orden de predicadores» a los que se denominaban «hermanos menores», destacando que han sido dados a la Iglesia para que como predicadores la ayuden en los últimos tiempos.

La predicación era un elemento esencial de la vida apostólica que Francisco trataba de actualizar en la Iglesia: «Fue enviado por Dios para dar, a imitación de los apóstoles, testimonio de la verdad a todos los hombres y en todo el mundo» (1 Cel 89; cf. 2 Cel 17 y 220). San Buenaventura enumera entre las prerrogativas que asisten a Francisco «la facultad de predicar concedida, no sin divina revelación, por el sumo pontífice, y además la regla confirmada por el mismo vicario de Cristo, en la que expresa la forma de predicar» (LM 12,12). De hecho las dos reglas de san Francisco contienen un capítulo acerca de los predicadores con indicaciones precisas sobre la forma de predicar (1 R 17; 2 R 9). Para san Francisco no se trata solamente de una forma eclesiástica que hay que observar por obediencia a la Iglesia, sino también de la defensa de la Iglesia contra todos los ataques de los herejes: los hermanos deben exhortar «al pueblo a que satisfagan a las iglesias sus derechos» (EP 50). Como también en toda predicación han de amonestar «al pueblo a la penitencia», diciéndoles «que nadie puede salvarse, sino el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor» (1CtaCus 6).

Este afán de los hermanos menores debe alcanzar no sólo a los hombres que viven en países cristianos, sino también a los paganos. En ambas reglas aparecen instrucciones para los hermanos que quieren ir «entre sarracenos y otros infieles» con el fin de que, por su predicación, éstos «se bauticen y hagan cristianos, porque, a menos que uno renazca del agua y el Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios». Esto nos descubre cómo Francisco, por una responsabilidad eclesial que le apremia, confía a su orden en virtud de la regla -hecho acaecido por primera vez en la historia de las reglas de las órdenes religiosas- un apostolado universal y verdaderamente católico. Para ver la seriedad con que asume esta responsabilidad, no tenemos sino leer la recomendación que hace a los hermanos misioneros de estar dispuestos al martirio (1 R 16; 2 R 12).

En los países cristianos existía, así para los movimientos religiosos medievales en general, como para los hermanos menores, el peligro de que entraran en conflicto con la Iglesia y, más en concreto, con la jerarquía y el clero, precisamente a través del ejercicio del ministerio de la predicación.

Francisco, tan perspicaz para intuir los peligros que amenazaban a la vida eclesiástica de su tiempo, se sometió totalmente a la voluntad de la Iglesia también en este punto que, dentro de la vocación y misión recibidas de Dios, tanta importancia tenía para él: «Los hermanos no prediquen en la diócesis de un obispo cuando éste se lo haya prohibido» (1 R 9,1).

Su Testamento nos ofrece, a la par que un testimonio de humildad, una nueva afirmación al respecto: «Y si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con algunos pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias en que habitan no quiero predicar al margen de su voluntad. Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a señores míos» (Test 7-8). No se dejó desviar de esta actitud fundamental ni siquiera frente a las quejas de algunos hermanos suyos: «Padre, ¿no ves cómo los obispos no permiten a veces que prediquemos y nos hacen estar muchos días sin ocupación en un lugar antes de que podamos anunciar la palabra del Señor? Mejor sería que alcanzaras del señor papa algún privilegio sobre esto, y redundaría en bien y salvación de las almas» (EP 50). Pero Francisco, a pesar de todo, se mantuvo firme en la norma eclesiástica y no pidió privilegio (cf. EP 65; 1 Cel 74). En el Testamento prohíbe expresamente a todos los hermanos, dondequiera que estén, pedir letras de protección a la curia romana «ni so pretexto de predicación» (Test 25). Y con toda la claridad deseable les intima: «Hemos sido enviados en ayuda de los clérigos para la salvación de las almas, con el fin de suplir con nosotros lo que se echa de menos en ellos. Cada uno recibirá la recompensa conforme no a su autoridad, sino a su trabajo. Sabed, hermanos, que el bien de las almas es muy agradable a Dios y que puede lograrse mejor por la paz que por la discordia con los clérigos. Y si ellos impiden la salvación de los pueblos, corresponde a Dios dar el castigo, que por cierto lo dará a tiempo. Así, pues, estaos sujetos a los prelados, para no suscitar celos en cuanto depende de vosotros. Si sois hijos de la paz, ganaréis pueblo y clero para el Señor, lo cual le será más grato que ganar a sólo el pueblo con escándalo del clero. Encubrid sus caídas, suplid sus muchas deficiencias; y, cuando hiciereis estas cosas, sed más humildes» (2 Cel 146). He aquí un bello testimonio de la estima de san Francisco por la humildad fraternal, la esencia misma del hermano menor, y que debe quedar a salvo también en la actividad de la predicación. No fue otro el motivo por el que no quiso dignidades para sus hermanos y por el que dijo al cardenal Hugolino: «Si queréis que den fruto en la Iglesia de Dios, tenedlos y conservadlos en el estado de su vocación y traed al llano aun a los que no lo quieren» (2 Cel 148).

Toda la actividad apostólica de los hermanos menores en ayuda del clero al servicio de la Iglesia, debe desarrollarse dentro del marco de la «minoridad» y de la «fraternidad», que, siendo el don de Dios más importante para la vida interna de la Iglesia, posibilitan «los frutos en la Iglesia de Dios».

V. «Luz y espejo para toda la Iglesia»

Para valorar la vida y la misión de un hombre es importante preguntarse cómo lo han juzgado sus contemporáneos. Mejor que preguntar a los estudiosos modernos sobre las relaciones de Francisco con la Iglesia, preguntemos a quienes le conocieron o fueron alcanzados por el primer impacto de su vida. Porque su testimonio es de importancia excepcional.

En relación con las palabras del Crucifijo de San Damián, encontramos repetidas alusiones a que Francisco edificó una casa al Señor. Muy significativamente comenta Celano: «No pretende edificar una nueva; repara la antigua, remoza la vieja. No arranca el cimiento sino que edifica sobre él, dejando siempre, sin advertirlo, tal prerrogativa a Cristo» (1 Cel 18). Unido a la visión en sueños del papa, aparece el juicio de Jacobo de Vitry (1219-1220); según él, «esto ha acontecido en el atardecer de este mundo que camina hacia su ocaso, ante la inminencia del tiempo del hijo de la perdición, con el fin de preparar nuevos atletas para los peligrosos tiempos del anticristo y de fortificar la Iglesia creando medios de defensa». También él está persuadido de que en Francisco y su orden se renovaron la Iglesia primitiva y su forma de vida, coincidiendo en esto con el juicio posterior de Celano.

Ahora estamos en condiciones de comprender la expresión renovare ecclesiam, renovar la Iglesia, con que tropezamos con relativa frecuencia. Ya en la primera biografía de Celano se dice respecto a las tres órdenes instituidas por Francisco: Con su vida, regla y doctrina «contribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo y triunfe la triple milicia de los que se han de salvar» (1 Cel 37 y 62). En esta misma línea encontramos también apreciaciones como la de «se ensalzaba la fe de la Iglesia», que las más de las veces aparece ligada a alusiones a la herejía que estaba haciendo vacilar el edificio de la Iglesia y que era vencida por Francisco (1 Cel 62).

San Buenaventura trata de explicar el mismo hecho con una imagen tomada de la biblia: por medio de la actividad de san Francisco, «pregonero evangélico», «la viña de Cristo comenzó a germinar brotes de fragancia divina y a dar frutos ubérrimos tras haber producido flores de suavidad, de honor y de vida honesta» (LM 4,5).

Con la misma justeza caracteriza el obispo de Terni la significación de Francisco para la Iglesia; dijo él a la asamblea de sus fieles: «En esta última hora, Dios ha ilustrado a su Iglesia con este pobrecillo y despreciado, simple e iletrado; por lo que estamos obligados a alabar siempre al Señor, que, como sabemos, no hizo tal a gente alguna». Francisco se manifiesta de acuerdo con este juicio y declara: «Verdaderamente me has dispensado un gran honor, señor obispo, ya que tú me has atribuido enteramente lo que me corresponde, mientras otros me lo quitan. Como dotado de discernimiento, has distinguido lo precioso de lo vil y has dado a Dios la alabanza, y a mí el desprecio» (2 Cel 141; EP 45).

Una sola vez se habla de «reformar». Justamente aparece en boca de un príncipe de la Iglesia, el cardenal Juan de Colonna, quien ante Inocencio III afirma que Dios quería «reformar» la fe de la santa Iglesia en todo el mundo mediante la vida de san Francisco (TC 48).

Puede, pues, afirmarse que los contemporáneos y seguidores de Francisco en el siglo XIII reconocieron unánimemente la enorme importancia de Francisco para la Iglesia y la formularon con un lenguaje y con expresiones propios de la época. Acaso no haya formulación más acertada que la que, en su sencillez, dirigió aquel hermano a Francisco moribundo: «Padre, tu vida y tu comportamiento fue y es luz y espejo, no sólo para tus hermanos, sino para toda la Iglesia» (EP 123).

Realmente la vida de Francisco no sólo era luz para la Iglesia; la Iglesia se hacía visible por él como en un espejo.

VI. Sumario y evaluación

Resumimos ahora brevemente las más notables conclusiones de nuestro estudio, para que por sí mismos destaquen los valores perennes de la piedad eclesial de san Francisco.

1.- Ayuda recíproca

Queda descartada la tesis de un conflicto con la Iglesia, conflicto que habría trágicamente ensombrecido los últimos años de la vida de san Francisco. Tal conflicto resultaría demasiado extraño a la piedad eclesial del santo. Muy al contrario habría que decir que hubo siempre un profundo y cordial entendimiento entre Francisco y la Iglesia con su jerarquía y viceversa (cf. 1 Cel 75; etc.).

Precisamente la curia romana, a la que le unía una fidelidad y obediencia a toda prueba, le ayudó eficazmente cuando surgieron las inevitables dificultades dentro de la orden, como también frente a algunos obispos, opuestos a la predicación de los hermanos, garantizando así la existencia de su obra y su futuro.

2.- Iglesia y jerarquía

Cierto que Francisco no aporta ninguna concepción esencialmente nueva sobre la Iglesia. Para él la Iglesia es la casa de Dios; y sobre todo, es la santa madre. Si en él -aspecto que hoy no podemos callar- aparece la Iglesia como equiparada, incluso identificada con la jerarquía y su clero, el motivo decisivo para ello está en que precisamente en la jerarquía y el clero encuentra él de forma concreta las funciones maternales de la Iglesia. Estas relaciones entre la Iglesia y su jerarquía y clero no son sino la consecuencia lógica de su devoción a la sancta mater Ecclesia.

3.- Cuerpo de Cristo

San Francisco expresa con menos claridad que su fiel discípula santa Clara la doctrina de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Pero sólo a la luz de esta realidad vivida, sin acertar a formularla, podemos comprender ciertas expresiones del santo. De forma particular cabe decir esto de la palabra «fraternitas», que es la que él usa preferentemente cuando se refiere a su comunidad de hermanos y que adquiere su pleno sentido sólo desde esta perspectiva.

4.- «Sentire cum Ecclesia»

Por otra parte es singular la coherencia con la que san Francisco ha vivido su visión de la madre Iglesia hasta en los más pequeños detalles de su vida. Francisco aporta a la vida íntima de la Iglesia la gozosa plenitud, toda la riqueza de la nueva y tan personal piedad de su tiempo. Precisamente los elementos más valiosos de esta nueva actitud religiosa lo capacitan para dar un fundamento nuevo a la antigua verdad de la madre Iglesia, cuyas huellas venerandas sigue él con especial devoción. Creer, orar, vivir, obrar, pensar con la madre Iglesia, «sentire cum Ecclesia», es para él un axioma tan evidente como el de guiarse por el evangelio. En este sentido podemos afirmar con todo derecho que él era la «eclesialidad personificada». Por eso en un tiempo, como el suyo, de creciente individualismo, supo él combatir y atajar el peligro inyectando en la vida íntima de la Iglesia el valor eclesial de la vida cristiana, sobre todo de la vida religiosa.

Anotemos de paso que en ese mundo que comenzaba a fijar su mirada naturalista en esta tierra, Francisco ha vivido según una visión escatológica de la Iglesia; los testimonios ya aducidos lo prueban elocuentemente.

5.- La Iglesia «romana»

Acaso haya que presentar como algo enteramente nuevo la identificación que Francisco hace de la madre Iglesia con la Iglesia de Roma. A ésta se siente él vinculado y vincula toda la orden con una relación de fidelidad enteramente nueva. Así la Iglesia romana como el papa encontraron en él a un «apasionado de Dios que se dejó conducir, y aceptó plenamente sus intenciones» (Tilemann), pero que con un profundo agradecimiento se sometió totalmente a la Iglesia romana. Sería preciso un estudio particular para poder apreciar lo que la actitud de Francisco ha significado para el desarrollo de la Iglesia romano-católica medieval.

6.- El querer de la Iglesia

Francisco, como rara vez un hombre, estaba perfectamente dotado de dones naturales y sobrenaturales para el cumplimiento de su misión. Sin embargo, a la hora de actualizar estos carismas reconoce él con toda naturalidad, como límites siempre válidos, la voluntad y las normas de la Iglesia, la forma sanctae romanae Ecclesiae. Y conoce y reconoce esos límites aun cuando encuentre a la Iglesia en unos representantes pecadores y descalificados por un motivo cualquiera. Con una fe poco común venera el ministerio eclesiástico incluso en quienes lo llevan indignamente. Con delicada deferencia respeta y defiende su reputación.

7.- Iglesia y personalidad

Con lo dicho hemos dado ya los rasgos fundamentales de la piedad eclesial de Francisco: no obstante estar carismáticamente agraciado, se siente estrechamente ligado a lo objetivo, a la palabra de Dios, que sólo la madre Iglesia transmite; a los sacramentos, por los que se posibilita la entrada y la vida en el reino de Dios; a la jerarquía, por la que Cristo dirige a todos y a cada uno en la Iglesia. En cualquier presentación de Francisco que quiera resaltar su fascinante personalidad no se puede pasar por alto este rasgo fundamental. Precisamente sus cualidades más personales, como su piedad, apostolado, comunidad fraterna, son las que le hacen sintonizar plenamente con la forma Ecclesiae y concretamente con la forma de la santa madre Iglesia romana.

8.- Vida apostólica

En esta Iglesia y en su beneficio, Francisco renueva el apostolado, renovación válida también para el futuro. Esta renovación, que mira en primer lugar a la misma Iglesia, se da en la nueva y extraordinariamente provechosa acción pastoral en favor de los mismos cristianos, particularmente de la floreciente burguesía en las ciudades; y de cara al exterior de la Iglesia, la encontramos en el trabajo misionero entre infieles, que desde entonces ininterrumpidamente constituirá un extraordinario síntoma de la vida de la Iglesia. La Iglesia del siglo XX todavía le manifestaba su agradecimiento al declararle patrono de la Acción católica (Pío XI, 1926).

9.- Renovación en la Iglesia

En tiempo de san Francisco existía lo que hoy llamaríamos conflicto entre un catolicismo moderno y una Iglesia conservadora. Píénsese en los numerosos movimientos religiosos de entonces, cuyos líderes se desesperaban ante la imagen visible que presentaba la Iglesia y se separaban de ella. La sencilla simplicidad y la fe humilde de Francisco hicieron que él salvara el difícil equilibrio entre los justificados deseos de los nuevos tiempos y los legítimos derechos de la «vieja» Iglesia. Todo lo exterior le ayudaba a introducirse sereno en el mismo ser de la Iglesia, y de esta forma encontraba a la madre sin la cual ni quería ni podía vivir el nuevo espíritu.

Lo que tan profunda y atinadamente decía santa Clara de santa Inés de Praga, podemos aplicarlo sin reservas a Francisco: con su palabra y con toda su vida el santo fue un colaborador de Dios para la Iglesia de su tiempo y un denodado refuerzo para los miembros vacilantes de su cuerpo místico.

Y lo es para la Iglesia de todos los tiempos por su espíritu siempre vivo y por su obra universal. De ésta se puede hoy decir lo que ya entonces se dijo: «Con su triple ejército de los que han de salvarse, gózase hoy la Iglesia del éxito de la regla en los hombres y mujeres que la siguen» (Julián de Espira).

Difícilmente podríamos expresar mejor el contenido y significación de la piedad eclesial de Francisco que con aquellas sencillas palabras atribuidas a uno de los compañeros de san Francisco, el hermano Gil de Asís, y que manifiestan el espíritu del fundador de la orden: «¡Oh santa madre Iglesia romana! Nosotros, ignorantes y míseros, no te conocemos ni conocemos tu bondad. Tú nos enseñas el camino de la salvación, lo preparas y lo muestras. Quien lo recorre, no se desvía, sino que se encamina hacia la gloria».


Kajetan Esser, O.F.M., Sancta Mater Ecclesia Romana. La piedad eclesial de san Francisco, en Ídem, Temas espirituales. Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Aránzazu, 1980, pp. 139-188.–

Nota: En esta edición informática hemos suprimido el amplio aparato de notas que lleva el texto impreso

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.